04 febrero 2013

María Moliner, más que un diccionario

Instalada en Madrid en 1946, María Moliner, después de más de veinte años por tierras valencianas y murcianas, trabajando al fin como bibliotecaria en un destino oscuro y solitario y con la certidumbre de que sus posibilidades de mejora profesional serían nulas en muchos años por mor de su pasado político, hacia 1950 sintió que su vida necesitaba una inflexión, un giro en busca de nuevos empeños e ilusiones.

Ella misma escribió más tarde que “por aquella época, con el ánimo más tranquilo después de los azares de la guerra y de la posguerra y siendo ya menos absorbentes sus obligaciones de madre de familia con cuatro hijos, empezó a sentir lo que puede llamarse la melancolía de las energías no aprovechadas”. Así que, tras abandonar su idea primera de crear un colegio, porque, con su pasado, el campo de maniobra sería siempre muy angosto, “su actividad derivó, sin que ella misma se diera cuenta de que esa derivación tenía una razón profunda, a la redacción de un diccionario que sirviese de ayuda para el uso eficaz de nuestra lengua. Siempre había fijado su atención en lo defectuosamente que emplean el español incluso personas de formación universitaria. Y un buen día de febrero de 1952 trazó por primera vez en una cuartilla un esquema del diccionario que quería hacer”.

Ahí comenzó un esfuerzo excepcional de catorce años. María Moliner no había estudiado ninguna filología ni era docente o investigadora universitaria. Con gran esfuerzo había podido cursar a comienzos de los años veinte la carrera de Historia y, tras aprobar enseguida una oposición, llevaba treinta años trabajando como archivera y bibliotecaria en destinos que, salvo en el paréntesis de la guerra civil, le exigían y le daban muy poco. No tenía títulos o prestigios o trayectoria que la avalasen, ni se movía en el mundo de los lingüistas, ni formaba parte de un equipo de trabajo que pudiera afrontar con garantías, al menos a priori, un proyecto de tamaña naturaleza.
A despecho de esas limitaciones de partida, en completa soledad (“estando yo solita en casa una tarde”, contó ella misma años después sobre el día de su comienzo), emprendió, con cincuenta y dos años, un descomunal esfuerzo: la redacción de un diccionario que, en palabras de García Márquez escritas en su memoria, es el “más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana”.

Comenzó la tarea en jornadas que, sin dejar su trabajo bibliotecario ni desatender a su familia, empezaron siendo verspertinas, de dos o tres horas, pero acabaron siendo con frecuencia extenuantes, ajenas a cualquier distracción. Jornadas en que se enfrentaba por supuesto con exhaustividad al diccionario de la RAE, pero también a infinidad de libros y periódicos, y en las que redactaba, filtrando toda esa información y tras mucho cavilar, nuevas definiciones claras, perspicaces, originales, de las palabras del español. Su proyecto estaba delimitado: “La estructura de los artículos está calculada para que el lector adquiera una primera idea del significado del término con los sinónimos, la precise con la definición y la confirme con los ejemplos”.

Existían muchos artículos y referencias dispersas sobre María Moliner, centrados casi todos en la aventura titánica y maravillosa de su diccionario. Pero faltaba una biografía que dibujara el cuadro completo de su vida, que nos contara quién era esta mujer, cuál había sido su vida anterior a la de la redacción del diccionario, cómo afrontó las circunstancias personales e históricas que le tocaron. Inmaculada de la Fuente, por fin, ha reunido mil datos dispersos en El exilio interior. La vida de María Moliner, un libro que, sin ser perfecto (le faltan, tal vez por su deseo de ser lo que se llama una “biografía autorizada”, la hondura y la riqueza de claroscuros de las biografías en verdad grandes, más arriesgadas), merece una atenta lectura.

María Moliner aparece en él como una chica obligada a trabajar desde muy joven debido al abandono paterno de la familia a sus trece años. Una joven, tal vez por las tristezas y penurias de todo orden causadas por esa huida del padre, poco romántica, dotada de un sentido práctico y constructivo muy elevado, que sabe sobreponerse a todos los reveses, que va sacando sus estudios como puede por las dificultades materiales que debe superar, y que con veintidós años es funcionaria para poder ayudar en una familia que necesita su sueldo. Murcia será su destino hasta 1930, en el archivo de la delegación de Hacienda.

Pero al mismo tiempo es una joven que logra estudiar, siquiera brevemente, en la Institución Libre de Enseñanza. El paso de María Moliner por la ILE, como el de su hermano y hermana, será decisivo para los tres, tendrá una influencia capital en sus ideas. María Moliner abrazó para siempre la esperanza de los rectores de la ILE (Giner de los Ríos y Bartolomé Cossío) en la educación y la cultura como palancas esenciales en el desarrollo económico y espiritual de España. La educación, la libre difusión de la cultura, los libros y la importancia de una buena red de bibliotecas, el estudio, el esfuerzo por aprender, son objetivos que, en el panorama general de la época, convierten a María Moliner, y para siempre, en una abanderada de la educación avanzada y europea, una liberal en el más noble sentido de la expresión. Una mujer de ideas políticas moderadas, incluso muy moderadas en algunos aspectos, pero al mismo tiempo inequívocamente progresistas en el panorama general de un país todavía atrasado, pobre, inculto, y, no lo olvidemos, con sectores poderosos brutalmente conservadores que consideraban a la Institución Libre de Enseñanza un foco extranjerizante y peligroso.

La República permite a María Moliner dar cauce a sus inquietudes de extensión cultural y a su capacidad de trabajo y organización. Su actividad hasta 1936 es inagotable en el desarrollo de las Misiones Pedagógicas por tierras valencianas, donde se establece la familia en esa década. La creación y mantenimiento de bibliotecas en los pueblos la compromete vivamente. Y en 1936, con la guerra, es nombrada responsable de la Biblioteca de la Universidad de Valencia. Son años de penurias y zozobras, pero también de trabajo tenaz, de entrega a un proyecto que ilusiona a María Moliner y le permite, lejos de la soledad en que había trabajado en los archivos, dirigir equipos, organizar, movilizar, hacer cosas en el ámbito del libro.

La victoria franquista terminó con su empeño. Como María Moliner no se había significado nunca como activista política, su “depuración” fue relativamente benigna y pudo volver al archivo de Hacienda del que había salido hacia la biblioteca universitaria, antes de conseguir el traslado a Madrid en 1946. Pero su amistad y colaboración en los años treinta con tantos profesores republicanos la dejó, para siempre, bajo sospecha para el franquismo, y la obligó a ese exilio interior que tantos sufrieron, al silencio cauteloso y el repliegue en la privacidad a los que la pequeña burguesía ilustrada y liberal que no escapó del nuevo poder franquista tuvo que someterse. Y por eso, en “la melancolía de las energías no aprovechadas” que le asaltó hacia 1950, y desechada la idea de crear un colegio, pensó que la redacción de un diccionario de uso del español sería un objetivo ideológica y políticamente inatacable por la dictadura. Máxime si se emprendía en el ámbito más recoleto, la mesa del comedor del piso familiar.

María Moliner publicó los dos tomos de su diccionario en 1966-67. Nacida en 1900, tenía tantos años como el siglo y estaba cansada y mayor. El diccionario obtuvo un gran éxito editorial y le granjeó el elogio y respeto de algunos intelectuales. Pero provocó asimismo estupor y recelo en muchos lingüistas, que no sabían quién era esa señora que mostraba en público un resultado tan admirable. En cualquier caso, poco tiempo duró su pequeño esplendor, el disfrute de las mieles del reconocimiento. En 1974, apenas ocho años después, y con muchas fichas redactadas para la revisión y actualización de su obra, comenzó el deterioro mental, el asalto del Alzheimer que la tuvo en las tinieblas hasta su muerte en 1981. Al menos había alejado de su ánimo “la melancolía de las energías no aprovechadas”. Aunque tal vez, en esos meses en los que su mente se iba despeñando sin remedio, pudo asaltarle otra melancolía, la que nace de la fugacidad, de la precariedad, de nuestros esfuerzos culminados.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que hermoso elogio a las personas necesarias.
Peri