22 de octubre de 1962. Diario de Navarra publica la carta de un vecino, dirigida “a quien corresponda”, en la que se queja de que la calle Guelbenzu, en el barrio de la Milagrosa, donde lleva poco tiempo viviendo, no esté asfaltada ni tenga aceras o alumbrado público. Los bloques de viviendas ya están habitados, pero llegar o salir de ellos, y más cuando el otoño camina hacia el invierno, llueve y la luz comienza a escasear, es incómodo, casi penoso.
Leída cincuenta años después, la nota me atrapa porque la calle Guelbenzu es mi calle desde ese momento primero de oscuridad y barro. Esos bloques de cuatro alturas, miles de ellos casi idénticos en barrios para obreros que iban naciendo en toda España. Pisos menesterosos de sesenta y cinco metros que para muchos eran su primera vivienda en propiedad. Barrios, en Pamplona, con gente de los pueblos de la provincia, sobre todo, que venían a trabajar a las fábricas, pero también de Andalucía, de Extremadura o Galicia. Barrios naciendo, barrios a medio hacer por todas partes, también sin aceras ni asfalto y a lo sumo con unas pocas luces macilentas. El Ministerio de la Vivienda y el Patronato Francisco Franco, siempre con falangistas al frente, y la industralización que despuntaba. La Milagrosa o el Mochuelo, un barrio bajo la meseta central de Pamplona, con un trazado urbano tirando a desastroso y sin remedio.
Éramos niños con muy poco pero felices. Enseguida disfrutamos de las piscinas y frontones de Educación y Descanso, la obra de los sindicatos verticales donde pasamos mil horas muchos veranos de la infancia y adolescencia. Y también, muy pronto, la iglesia, la preparación para las comuniones en San Enrique, en la zona de Santa María la Real, o hacia el otro lado, la parroquia de San Fermín. Y también el cine Guelbenzu, cerca de la avenida de Zaragoza por la que entraba a la ciudad todo el tráfico, ligero y pesado, hasta que muchos años después, a finales de los setenta, las protestas vecinables tras algunos atropellos obligaron a abrir la variante hasta San Jorge, tanto tiempo terminada e inútil.
Con las calles Guelbenzu y Gayarre, entre otras muchas calles con nombres de músicos, culminaba la ciudad por esa parte, y se abrían los descampados, o un montículo que subíamos y bajábamos sin parar, hierbajos, basuras, algún campo de cereal o huertas sin títulos de propiedad ni permiso, nuestro territorio de juegos y libertad. El límite, entonces lejano, lo señalaban el río Alrevés y las naves herrumbrosas que al lado del campo de fútbol de El Sadar custodiaban perros fieros. Pero por todos esos andurriales holgábamos a nuestro aire, igual que para ir al colegio o, en mi caso, al Conservatorio, ubicado también más allá de otros campos en los que nos entreteníamos a la salida, o, por otro camino de más rodeo, pasando por el monumento a los Caídos, franquismo monumental en el que jugábamos a correr y escondernos.
Las aceras, el asfalto, las luces, todo llegó pronto supongo que gracias al Ayuntamiento. Y luego arribaron otras prosperidades, y más de uno se fue de La Milagrosa en busca de zonas más prósperas, de pisos más grandes y avenidas más anchas. Más tarde llegó la borrachera de nuevos ricos y precios locos que explotó a finales de los noventa y primeros años dos mil. Pero ni quiero ni puedo olvidar que yo vengo de La Milagrosa, de un nivel económico, de una manera modesta, laboriosa, frágil de luchar en la vida, en la cual no faltaban el dolor y el miedo (el miedo económico, uno de los peores), pero tampoco la alegría.
Está a punto de salir un ensayo de Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido, que tantas ganas tengo ya de leer, y que aborda el desplome que venimos sufriendo desde 2008, el terrible despertar económico y social tras un largo pero poco consistente sueño de prosperidad. Me interesa mucho ese análisis del pasado y del presente, de lo que fuimos, de lo que creímos ser, y de lo que vemos ahora que en realidad éramos. En ese esfuerzo de recapitulación, qué cerca y qué lejos queda la eclosión desarrollista de los primeros sesenta que vivimos en los barrios nacientes, cuántas cosas nos dice de cómo hemos cambiado, y de cómo, a la postre, hay un hilo que nos une con “cuando entonces”.
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