Poco a poco, demorándome intencionadamente, dejando tiempo entre relato y relato, y alternando con otras ocupaciones de lectura, he leído Segunda residencia, de Margarita Leoz, que Tropo editores acaba de publicar. Este conjunto de historias, magnífico, y que me apresuro a recomendar vivamente por si alguien abandona este blog a los quince segundos, conforma un pequeño catálogo de insatisfacciones y dolores de las gentes de hoy, un muestrario de pequeñas desdichas, decepciones y angustias en sordina que podemos encontrar en nuestros amigos, en nosotros mismos. Como tituló su libro otra escritora, Mercedes Cebrián, cabe decir que en Segunda residencia nos topamos con el malestar al alcance de todos.
Esa impresión global nos invade sin que la autora se lance a narrar aventuras trepidantes, agónicas peripecias o subrayados dramáticos. Aquí, contadas como a media voz, sin gritos ni explicaciones didácticas, leemos, por ejemplo, historias de profesoras solitarias y médicas aburridas, preadolescentes asustadas o jóvenes que no saben canalizar su desorientación ni colmar sus deseos, parejas que del amor sólo recuerdan algunos gestos que el tiempo ya transformó en muecas, mujeres que quieren cambiar su vida pero no acaban de decidirse, o psiquiatras tan perdidos como sus pacientes.
En esas vidas no hay nada personalmente exaltante. Aunque tampoco grandes tragedias, al menos en el presente. Sólo en tres cuentos hay viejas heridas graves que marcan, en distintos grados, la realidad actual: un episodio de acoso escolar, o sobre todo la muerte de un hijo o de un hermano. Pero lo habitual es que la vida de los protagonistas de estos cuentos sea anodina, muy de tonos grises. No hay asomo de exaltación romántica ni épica, el amor ya nunca es arrebatado o fulgurante, el sexo, las pocas veces que se menciona, es una ausencia lacerante aunque silenciosa, o no tiene nada de bello o gozoso (incluso las comparaciones, en algún momento, recuerdan su componente animalesco). El trabajo es rutinario, las conversaciones siempre banales, y las costumbres diarias tediosas o un poco estúpidas. Y, para sobrevivir sin derrumbes, varios de esos personajes se protegen con la resignación, el autoengaño, la jovialidad forzada, o sencillamente tirando del viejo recurso de esconder la cabeza bajo el ala. De hecho, en los mejores relatos del libro anida una expectativa de cambio, o una amenaza de explosión, de ruptura vital, o de algo ominoso. Pero esa tensión no llega a materializarse, muere sin reventar. Nadie pega un giro a su vida, y nadie encara abiertamente su aflicción.
Mientras leía Segunda residencia recordé un artículo de José María Guelbenzu a propósito de Tobías Wolff, escritor al que guardo especial devoción y que me parece que también es del gusto de Margarita Leoz, lo que se nota en su libro. En ese texto Guelbenzu establece dos principios especialmente pertinentes a la hora de entender y disfrutar los relatos de la autora. El primero señala que “si algo distingue a la literatura es que, al dirigirse a la imaginación del lector, al tener que ponerla en movimiento y fecundarla, necesita de un arma sustancial a la escritura literaria: la sugerencia. Al contrario que la evidencia, propia del discurso lógico, la sugerencia es el alma de la expresión literaria; sin ella, incluso en los textos más limpios y directos, la narrativa o la poesía caerían en el vacío”.
Margarita Leoz maneja el arma de la sugerencia con suma destreza. Estos relatos —sin caer en el minimalismo extremo o en el despojamiento llevado al límite, que a veces, en otros libros, dejan al lector perplejo o perdido, sin datos básicos que le orienten— pivotan sobre la sugerencia. Muchos conflictos están sólo entrevistos, apuntados, implícitos. Ese equilibrio entre decir y no decir, entre mostrar y esconder, entre contar y dejar abiertas las puertas de la interpretación del lector, la autora lo administra con cuidado. Se trata de evitar lo obvio, de contar sólo lo imprescindible para que nosotros, los lectores, entendamos estas vidas pardas, carentes de paz y bienestar. Y el libro obtiene sus cotas más altas cuando más diestra es la escritora en la sugerencia, cuando, depurando y depurando, más y mejor confía en el lector y en su poder de lectura y comprensión.
La segunda nota de Guelbenzu complementa a la primera: “La otra parte del alma de la expresión literaria, la que encarna la sugerencia, es la creación de las imágenes literarias adecuadas a la intención, cuyo valor emocional y simbólico es lo que determina la gran escritura”. Pues bien, los cuentos de Margarita Leoz están repletos de detalles que funcionan como poderosas imágenes, las cuales van creando el clima del relato, ese tono emocional y simbólico que de pronto golpea nuestra sensibilidad y nos hace identificar y reconocer las claves de esas existencias y la fealdad del mundo: mínimos gestos, o bien acciones muy corrientes pero llenas de sentidos ambiguos; empleo literario de objetos domésticos, o ropas, o miradas o bien olores que ayudan a dotar a lo contado de otras complejidades; comparaciones exactas que nos iluminan sobre una acción o un lugar; palabras o expresiones muy corrientes pero que definen a los personajes, o bien otras que restallan de pronto al disonar de un registro lingüístico más neutro. Estos recursos para crear imágenes dan a las historias su temperatura literaria más elevada, y cuando están mejor combinados producen relatos que dejan al lector un soberbio regusto.
Margarita Leoz se aprovecha del realismo. Pero la etiqueta de “realismo literario” obliga a mil matizaciones si no queremos caer en la confusión. Desde luego, el realismo de la autora no tiene nada de costumbrismo chato ni obvio, ni gusta del detallismo prolijo. Sin ir más lejos, es un realismo, creo, muy, muy lejano al de tantos escritores (y escritoras) españoles que parecen, ¡en 2012!, contemporáneos del genial Galdós, como si nada se hubiera escrito después. No, me parece que Margarita Leoz ha tenido que leer a muchos escritores que, en la filiación de Chéjov (escritores, por ejemplo, de la extraordinaria narrativa corta norteamericana del siglo XX), han jugado con la sugerencia, con el poder de las imágenes, con el minimalismo y la sutileza, con el poder del lector para dotar de sentido y sensibilidad al relato que se mueve entre el decir y el callar. Jugando en ese campo del equilibrio, Segunda residencia crea una mirada propia, desolada, feroz pero nada estridente, sobre lo que vivimos, sobre esta pobre, esta decepcionante vida nuestra.
1 comentario:
Lo tengo en casa, y no tardaré en asomarme a esa segunda residencia.
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