El 11 de febrero de 1982, hace ahora treinta años, llegué en autobús a un pueblo de la Ribera, a mi primer día de trabajo como maestro. Mi primer destino. La enseñanza, a priori, me parecía un buen oficio, pero también un vehículo para algunos de los sueños de emancipación cultural y política que movían impetuosamente mi ánimo. En el pueblo, grande, muy feo, tan irregular en su trama urbana y sus construcciones como todos los de la Ribera, nos recibió el director de la escuela en su segundo despacho, el bar donde a diario echaba una copa y unos párrafos después de comer. Era un hombre más ocupado y preocupado con la granja de pollos que poseía que con la gestión educativa. En la sala de profesores, donde esa misma tarde asistí a mi primera reunión “de coordinación”, se podía cortar el aire: dos maestros acababan de romper su matrimonio poco antes y la hostilidad entre ellos, feroz, impregnaba cualquier diálogo didáctico. Ella desapareció del pueblo al curso siguiente. Desde el primer día me sorprendió que la gente me parase por la calle para preguntarme cualquier cosa: de dónde era, los años que tenía, si estaba casado, cómo se portaba en clase éste o aquél. Mi torpeza tímida administraba mal esas inquisiciones tan directas. Por suerte, todavía existían las casas de los maestros, y en una vacía que me dejaron me instalé. Por las tardes me refugiaba en la biblioteca pública, donde preparaba las clases y leía los libros que yo mismo llevaba, entre cuchicheos adolescentes. Los viernes a las cinco salíamos disparados unos cuantos hacia Pamplona.
Mi cabeza estaba atiborrada de sueños y teorías, y llevaba unos cuantos años en reuniones con enseñantes de izquierdas y abertzales, en particular en Adarra, un movimiento de renovación pedagógica entonces muy pujante en ciertos colegios. Sin embargo, en el pueblo donde yo había caído los maestros, la gran mayoría matrimonios de “propietarios definitivos”, vivían ajenos a todos mis anhelos ingenuos y radicales. Necesité poco tiempo para ver que mi conocimiento de la gente de la enseñanza era muy escaso, y que los deseos y las buenas intenciones no eran suficientes. Pero me temo que esa ignorancia, impaciencia y dogmatismo que me empujaban se tradujeron más de una vez en soberbia y destemplanza.
Esas mismas ensoñaciones de revolución pedagógica chocaron también con lo que me encontré en el aula. A la hora de la verdad me costó mucho acostumbrarme al trato con niños. Había en ellos una alegría instintiva y una vitalidad desordenada que desarmaban mis planes y me descontrolaban. Además, mis alumnos sólo tenían nueve años, y yo estaba acostumbrado a moverme cómodo entre generalizaciones y abstracciones que aquellos chicos y chicas no entendían. Me costó tiempo, mucho más del que duré en este primer pueblo, en hablar a los niños de una manera más llana, más ajustada a su nivel y edad. Ese aprendizaje fue difícil. Por suerte, los niños y niñas de aquel pueblo resultaron tan cálidos y entusiastas que, pese a mi torpe bisoñez, las cosas salieron mucho mejor de lo que yo merecía.
Dejé el pueblo a los dos meses. Mi segundo centro estaba al lado de Pamplona, pero resultó mucho más áspero en todos los sentidos. Mientras, chicos y sobre todo chicas del colegio ribereño estuvieron bastante tiempo escribiéndome, contándome anécdotas infantiles, llenos de ilusión y cariño. Tarde, como pasa casi siempre con los aprendizajes, entendí todo lo que había perdido o menospreciado al abandonar aquel centro, mi primer destino.
1 comentario:
Tal vez, los psicoanalistas han olvidado mencionar, junto al principio de realidad y al principio del placer, un tercero: el principio del principiante. En efecto, éste viene muy cargado de fijación. Por lo cual, esta entrada vendría de perlas adjuntarla a los títulos administrativos del funcionariado docente. Gracias y enhorabuena.
TVB.
Publicar un comentario