Recuerdo cuando todo era nítido, puro, limpio, emocionante, intenso, esperanzado hasta la euforia. Cuando estábamos convencidos de que en un futuro próximo veríamos una patria obrera y sin cárceles, un espacio nada cerrado, sin pizca de mezquindad, ubicado en un lugar llamado libertad. No sabíamos cómo llegar a ese punto, qué iba a pasar entre medio para que alcanzáramos todo lo que soñábamos, pero desde luego no nos conformábamos con menos.
Escuchábamos a Labordeta, en pisos de curas rojos (así conocí su primer disco, que compré de inmediato), en recitales en plazas de pueblo, o en colegios mayores (qué tarde más soberbia pasamos a principios de los ochenta en el Larraona), en teatros o cines, en locales muchas veces precarios, y nos exaltábamos sin remedio. Nos entregábamos a unas canciones que, pese a su indigencia musical –no de sus letras, por supuesto: Labordeta, hombre muy culto y sutil, fue siempre un letrista de los buenos-, nos inundaban de solidaridad y ansias de pelea. La primera vez que lo vi, cuando ya me sabía perfectamente muchas de sus canciones y podía tocarlas con el acordeón, fue en los Salesianos, una tórrida tarde de junio de 1976. En cuanto salió y, sin decir palabra, se arrancó con Aragón, su primer gran himno (Polvo, niebla, viento y sol, y donde hay agua una huerta, al norte los Pirineos, esta tierra es Aragón), la sala reventó en una intensa comunión (sí, me temo que algo religiosa) y un entusiasmo lleno de rabia.
Luego el tiempo, la observación y la reflexión hicieron su tarea. Y cuando el año pasado leí las Memorias de un beduino en el congreso de los diputados, mi sensación fue tristona. Ahí estaba el mismo Labordeta honrado y digno, al que era imposible no admirar y querer. Un hombre, por cierto, que cita con frecuencia y agradece la cortesía en el trato, y que ya sólo por eso podía llevarse bien con políticos muy lejanos de sus posiciones, como el entonces ministro Jaume Matas -y que por lo mismo se indignaba con Aznar, quien siempre pasaba junto a él sin ni siquiera mirarlo-. Pero al mismo tiempo era evidente, en el relato de sus ocho años como diputado en Madrid, que los modos de intervenir en política tenían poco que ver con aquellos imaginados tantos años atrás. En el libro está un político algo desubicado, incómodo ante una política institucional carente de romanticismo y que se basa en el pacto y el apaño, una política lenta, tediosa, de pequeñas reformas, reglamentista, llena de papelotes técnicos que a Labordeta le costaba estudiar, y de prioridades y olvidos que no siempre entiende. Y aparece un político algo contradictorio, de una izquierda sentimental, muy de corazón, confusa y perpleja con frecuencia. Y también está el representante de un partido regionalista-nacionalista, la Chunta Aragonesista, que más de una vez utiliza a nuestro hombre en pro de una política que no es exactamente la suya. Porque Labordeta fue diputado de la Chunta, pero su personalidad y su amplitud de miras desbordaban con mucho la de ese grupo, en el que no faltan los orates de la nación aragonesa y unos cuantos primaveras. Y por ese lado, y por ciertas alianzas que Labordeta mantuvo en esos años en mociones y votaciones, no fueron pocas las veces que pensé: ¿qué hace Labordeta ahí, con esos “amigos” que se ha echado?
Al final, todo esto es secundario. Oigo su Albada, en la versión que Labordeta interpretó con Imanol en un concierto en Zaragoza, y lloro. Los dos muertos, y el torrente de sus voces poniendo en marcha un turbión de sentimientos y recuerdos.
1 comentario:
Qué gran pérdida, Labordeta. Y su mundo, su manera de entender la política y la vida, tal vez pasada de moda, pero honesta y sin las mezquindadades de nuestros hombres y mujeres "ilustres".
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