16 noviembre 2008

La memoria de las nietos

A mi abuelo lo mataron en la guerra. No era un hombre de partido, ni siquiera estaba afiliado a la UGT. Pero sí era, de una manera elemental y entusiasta, un hombre de izquierdas. Y era además concejal de su pueblo, Larraga. Huyó en cuanto comenzó la sublevación y estuvo escondido un mes, hasta que lo detuvieron, casi seguro porque lo había denunciado alguien de su mismo pueblo, o puede que de su familia. Lo trajeron a Pamplona, y en la cárcel permaneció hasta la primera semana de noviembre. Entonces lo liquidaron, con otros, en una cuneta cerca de Ibero.

Esta es la versión que he ido construyendo a lo largo de mi vida. Hay datos comprobados, como el fusilamiento en Ibero, porque a principios de los años ochenta los restos de ese grupo de asesinados fueron exhumados y los huesos de mi abuelo están ahora enterrados en Larraga. Pero de su huida del pueblo y del mes que estuvo escondido me faltan todos los detalles, y lo que conozco lo he sabido de mala manera, porque no era un asunto del que se hablara mucho en casa. Las familias, ya se sabe, están llenas de silencios, conversaciones veladas y alusiones.

Tenía cinco hijos. Mi madre, la mayor, tuvo que ponerse a servir con diez años, y por supuesto ninguno de sus hermanos tuvo posibilidad de estudiar. No sé cuál hubiera sido la situación económica de la familia con el padre vivo; pero lo cierto es que, sin él, vivieron años de enorme estrechez. Mi madre pasó los años cuarenta en Olite, en una casa de gente con más ínfulas que posibles y generosidad. A mí me parecía un milagro (pero suele ser un milagro bastante habitual en los seres humanos) que cuando hablaba de aquellos años contase penurias y resignación, pero también muchos momentos de alegría, de disfrute, pese al mucho trabajo, la pobreza y el alejamiento de su familia; que hablase, pese a todo, de placeres básicos, de las ilusiones modestas que nadie pudo arrancarle ni entonces ni después.

Mi abuela, la viuda, nunca hablaba de la guerra o la posguerra, y no tenía conciencia política. Pero sí la recuerdo pesarosa por un detalle que marcó sus últimos años: al haber sido su marido “paseado” por rojo, no tenía pensión de ninguna clase. Y cuando abandonó el pueblo, porque todos los hijos e hijas ya habían tenido que buscarse la vida en Pamplona y Bilbao, no le quedó más remedio que estar muchos años alojada de casa en casa, siempre sin dinero propio. Murió pocos meses antes que Franco.

Si la dictadura franquista no hubiese durado tanto, las reparaciones se habrían hecho en su verdadero momento, cuando tenían pleno sentido y la memoria auténtica, la personal, la de cada viuda o represaliado, estaba en carne viva porque se hallaba vinculada directamente a los destrozos sufridos. Si al acabar la segunda guerra mundial, o cinco años más tarde incluso, el régimen hubiera sido derribado con ayuda internacional, habrían podido restituirse a su debido tiempo derechos, libertades, propiedades, cadáveres. Pero nada de eso sucedió. Por el contrario, Franco siguió controlando sin piedad ni especiales sobresaltos la situación, los años fueron pasando, muchas viudas e hijas, muchos detenidos o depurados, fueron haciéndose viejos y muriendo, y el país fue cambiando. No es que los tormentos de la represión se olvidasen por entero, claro que no, pero la memoria del horror y los crímenes, dentro del conjunto de preocupaciones que se tenían en 1975-77, ya no tenía el mismo peso ni sentido que en 1939, 1945 o 1950. ¿No es comprensible que el tiempo hiciera una labor de zapa implacable y al mismo tiempo misericordiosa? ¿Cómo va a ser lo mismo lo simbólico, lo de segunda o tercera mano, que lo real? Más en concreto: ¿cómo va a ser igual la memoria de los protagonistas que la de los hijos o nietos, la que se guarda o se construye muchos años después?

Cuando llegó la transición, yo sí quería un ajuste de cuentas implacable con los franquistas, y entre ellos, claro, con quienes habían participado, como ejecutantes o delatores, en los crímenes de Larraga. Pero mi radicalidad no había brotado de influencias familiares, ni de una memoria lacerante asociada a la peripecia de mis abuelos o mi madre. Era una radicalidad ligada a lo que yo conocía y me sublevaba en esos estertores del franquismo e inmediato posfranquismo, y a mi ideología marxista leninista de entonces –tan sectaria y poco compasiva, por otra parte-.

Mi familia, en cambio, no quería saber nada de ajustes de cuentas, ni de resucitar aquellos hechos o luchar por una justicia reparadora. Eso sí, nada de votar a la derecha. Fueron, la mayoría, votantes del PSOE. Y por supuesto que recordaban lo que había sucedido. Pero no estaban dispuestos a involucrarse en ningún contencioso que pusiese en peligro el relativo bienestar adquirido en los últimos años del franquismo, por modesto que fuera. La mirada hacia atrás podía ser triste, dolorida, incluso indignada. Pero no era una mirada que condujera a reivindicaciones políticas, a sumarse a un programa de castigo o de justicia penal por los crímenes del pasado. Ni siquiera creo que hubiera un especial afán en la tarea, que en Navarra se hizo a su debido tiempo, de exhumar tumbas y recuperar huesos. Cuando los restos de mi abuelo pasaron de la cuneta de Ibero al cementerio de Larraga, no se produjo ninguna convulsión emocional en la familia. Leo ahora lamentos doloridos de personas casi obsesionadas por desenterrar e identificar los restos de sus antepasados, y me invade cierta perplejidad. ¿Era muy especial mi familia, muy poco representativa? Yo creo que no.

Yo sí quería bronca. Pero la transición se hizo con la relación de fuerzas políticas y sociales que había, que no era ni por el forro tan favorable a los demócratas radicales como nos hubiera gustado. Quisiera haber contemplado los juicios a los jerarcas franquistas que vivían, que aún eran muchos, y que se hubiera compensado económicamente a los represaliados o sus familiares directos. Y por supuesto me hubiese gustado ver, con el final del franquismo, una investigación pública, encargada por el poder democrático, para determinar con la máxima claridad lo que había pasado, quiénes habían muerto o desaparecido, dónde estaban enterrados. Pero no se pudo hacer. Yo creo que con buen criterio se abordaron en esos años cosas mucho más útiles para los que vivíamos en 1977, y no en 1936. Y la amnistía libró a todos los franquistas -que había muchos, por cierto- de cualquier rendición de cuentas.

¿Es justo lo que se hizo? No, claro que no. Pero nadie ha dicho que la historia, lo que sucede efectivamente, tenga nada que ver con la justicia, o con nuestros deseos, casi peliculeros, de que las cosas acaben con un final feliz y reparador. En la realidad, muchas historias no acaban, o tiene finales chapuceros, deshilachados, de componenda o resignación. Una justicia limpia y cortante pocas veces se da en la historia, y muchísimo menos se podía dar en España cuando Franco había muerto en la cama después de mandar durante cuarenta años, sin que nadie lo hubiera echado del poder, y el franquismo político y sociológico, por interés propio y sólo en cierta parte por una presión social, se estaba haciendo el harakiri. La desaparición del entramado de la dictadura no fue, al menos de manera decisiva, producto de ningún movimiento popular incontenible y radical. En esos cuarenta años, muchas víctimas de la guerra habían muerto, incluso ya muchos de sus familiares, y el país había ido cambiando. Y, dentro del campo de fuerzas y posibilidades que se abría, se cambió en esos años de la transición lo que se pudo, tanto con la UCD como con Felipe González -que no fue poco en absoluto-.

La transición se hizo razonablemente bien teniendo en cuenta lo que entonces llamábamos la correlación de fuerzas. Y no sólo, quede claro, porque Franco hubiese muerto en la cama. Es que gran parte de las gentes de España lo que quería era un cambio de signo inequívocamente democrático, una reforma (más profunda conforme pasaban los años), y no la ruptura radical que deseábamos algunos. No había suficiente mayoría social que luchara por otra cosa, no había unas fuerzas populares rupturistas mayoritarias, y no había ningún apoyo del ejército, algo que sí hubo en Portugal, para el corte quirúrgico con el que soñábamos los militantes de la extrema izquierda.

Ahora, ya no cuarenta años después, sino setenta, vuelve al primer plano mediático una lucha que persigue, según quién hable, objetivos muy distintos, lo cual está dando lugar a una auténtica ceremonia de la confusión. Porque, ¿de qué se trata en este momento? ¿De reabrir un proceso penal, por genocidio, por crímenes contra la humanidad, a los responsables del franquismo que todavía se pille vivos? ¿De reabrir todas las fosas y tumbas para establecer la verdad en este ámbito y cerrar la herida con nuevos enterramientos, según la voluntad de los descendientes? ¿De indemnizar económicamente a esos familiares? ¿De dictar sentencias que inviertan las firmadas en la guerra y la posguerra, y por tanto de “ganar” la guerra ahora, imaginariamente, al menos en el terreno jurídico? ¿De que al menos se cierre simbólicamente el franquismo con alguna declaración solemne en un acto protocolario? ¿Qué valor tendría tal declaración, más allá de lo proclamado enfáticamente en la ley de Memoria Histórica?

La pelea más viva, la línea de fuerza más llamativa en la confusión actual, es la que se centra en la exhumación de los restos que quedan en tumbas anónimas, colectivas. Pero ya he dicho que no comparto en absoluto el fetichismo de los restos. La memoria de los muertos puede mantenerse muy viva aunque no se visite nunca un cementerio, y aunque no se sepa dónde está enterrado el abuelo. Me resulta difícil entender el complejo esfuerzo que puede suponer el rastreo que quiere activarse con las actuaciones del juez Garzón. En ese ambiente frenéticamente exhumatorio, hoy mismo he leído un artículo de Benjamín Prado en el que reclama que vuelvan a España los restos de Antonio Machado y de Manuel Azaña, supongo que para montar actos a los que acudan las fuerzas vivas junto a intelectuales como él. ¿Pero es necesario, útil, valioso, hacer estos montajes, en más de un caso contra la opinión de los propios herederos? ¿Para qué organizar más actos simbólicos? ¿No es infinitamente más valioso leer a los dos autores que Prado trae a colación, aprender de sus obras, facilitar que circulen sus testimonios?

En Larraga, en fin, y por terminar con un detalle penoso, el otro día una asociación títere de Batasuna, Ahaztuak, organizó un homenaje a los fusilados republicanos y de izquierdas (nunca nacionalistas) del pueblo en esos años, el recuerdo sectario rendido por aquellos que llevan años aplaudiendo los paseos de hoy, los que nos ha tocado vivir y sufrir en los últimos cuarenta años. No creo que merezca la pena ensuciar esta pobre reflexión dedicando más líneas a la impostura que tal ceremonia supuso.

“De ordinario, las políticas de la memoria son parte de peleas más o menos desapacibles y resultaría difícil imaginar que llegasen a ser otra cosa. En general constituyen venganzas incruentas encaminadas a invertir simbólicamente el pasado, haciendo de las derrotas victorias morales y de los triunfos fracasos aplazados. A veces dichas políticas son guerras de papel o de juguete (una bendición al lado de las de verdad) que evitan males mayores. (…) Desenterrar muertos quizá sea un buen medio, al fin y al cabo, para no tener que apresurarse a enterrar a otros nuevos. Como procedimiento justiciero de rectificación del pasado –y en particular de las guerras civiles- la memoria histórica es, desde luego, más recomendable que el desencadenamiento de nuevas guerras, civiles o no, aunque eso no la convierte en una operación muy desinteresada ni demasiado piadosa. La memoria histórica puede servir de cura homeopática de ciertos odios, pero avivarla cuando éstos ya habían llegado a extinguirse es una iniciativa temeraria que, lejos de buscar el descanso de los muertos, hace de ellos deslumbrantes trofeos y afilados proyectiles” (Antonio Valdecantos. Nietos de verdugos).

7 comentarios:

Javier Díaz dijo...

Futuro y pasado

Atinado, una vez más, el autor desde la primera a la última línea de sus extenso artículo. Nada que añadir ni matizar.
En la Transición a la democracia había tareas urgentes e inmediatas que, con buen sentido, concentraron el talento y las energías en el futuro sin empantanarse en un pasado reprobable e irreversible. Hoy, cuando han desaparecido los verdugos y las víctimas y con ellos la posibilidad del castigo y la reparación, políticos oportunistas, sin ideas ni fuerza para encarar el futuro, pretenden escarbar en el pasado cainita y hacer de los malos de ayer los buenos de hoy, y viceversa. Otra vez la tonta y convincente historia, para la legión de simples, de blancos y negros.
El tiempo, la Historia con mayúsculas, sin la ayuda de demagogos, va situando a cada uno en el lugar que les corresponde por méritos y deméritos propios.


Atinado, una vez más, el autor desde la primera a la última línea de sus extenso artículo. Nada que añadir ni matizar.
En la Transición a la democracia había tareas urgentes e inmediatas que, con buen sentido, concentraron el talento y las energías en el futuro sin empantanarse en un pasado reprobable e irreversible. Hoy, cuando han desaparecido los verdugos y las víctimas y con ellos la posibilidad del castigo y la reparación, políticos oportunistas, sin ideas ni fuerza para encarar el futuro, pretenden escarbar en el pasado cainita y hacer de los malos de ayer los buenos de hoy, y viceversa. Otra vez la tonta y convincente historia, para la legión de simples, de blancos y negros.
El tiempo, la Historia con mayúsculas, sin la ayuda de demagogos, va situando a cada uno en el lugar que les corresponde por méritos y deméritos propios.

Anónimo dijo...

Desconocía esta historia familiar, emocionante y bien contada. Gracias.
Si tuviera que contar la de parte de mi familia, sería bien distinta. Y sin embargo, tengo la impresión de que hemos recorrido, y seguimos recorriendo, caminos muy parecidos en la vida, usted y yo. Probablemente esa sea una de las cosas que hicieron bien nuestros antepasados al final del régimen de Franco: pensar en nosotros.

Anónimo dijo...

Esplendido artículo. La inteligencia emocional que destila es propia de muy buena gente. Y llamo inteligencia emocional, no sé si con mucho acierto, a la capacidad humana de ponerse en lugar de los otros, de los de otro tiempo y tomar en cuenta las razones y consecuencias de lo acontecido o de lo que hicieron, al margen de pasiones e iluminados varios.

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho este articulo, atinado como dice el otro comentario, en mi familia tambien hubo un muerto de larraga, tambien lo desenterraron, pero todo eso se vivio mas o menos como cuenta el autor con el ritmo de los tiempos, y creo que las heridas estan bien cerradas, por eso no no acierto a ponerme en el lugar de los que ahora lloran a sus abuelos como herida sin cerrar, y necesitan desenterrarlo y justicia extrema, no se, es como si se hubieran perdido parte del camino.
Siempre me queda la duda si me equivoco yo o se equivoca el otro, o un poco los dos, pero la arremetida del juez garzon me parecia una empresa no se decir como una salida de tono, claro que desconozco que hubiera tanta herida abierta por ahi, tanto rencor sin cerrar, sin arreglar.
Maria Asun

Gregorio Luri dijo...

Ángel Pascual, que para estas cosas tiene buen olfato, me ha recomendado una visita a tu blog. Me ha parecido magnífico.
Con tu permiso, volveré de visita.
Un saludo.

Anónimo dijo...

Querido Ricardo:
No conocía esta anécdota familiar tuya. A veces estamos con la gente sin conocer pasajes fundamentales de su vida, que quizás explicarían tantas cosas....
Me ha emocionado mucho y te envío un abrazo.

Anónimo dijo...

Tambien soy de Larraga, aunque desde hace muchos años no viva allí. El artículo lo suscribo desde la primera a la última palabra. La ocasión de hacerles
el homenaje debido ya pasó; pero creo que sigue siendo un deber del Estado, y que lo debía hacer en silencio, sin que los partidos políticos vayan con su cuchillo, para sacar tajada y, junto con las familias, extraer los cuerpos de las cunetas, y enterrarlos junto a sus seres queridos; para que no esten abandonados, muertos y dejados como perros. Todos los descendientes ya hace años que ejercitaron el perdón, y al Estado, sea del color que sea, le compete la generosidad. Y un !hurra!, porque yo soy algo mayor que tú, y en nuestro pueblo, Larraga, hubo muchos represaliados, que vivieron con mucha dignidad: tambien merecen nuestro respeto y que se cumplan sus deseos. Pero en silencio.