El País traía el miércoles un reportaje sobre el modo en que la viuda de Rafael Alberti, María Asunción Mateo, está administrando los derechos de las obras del escritor, que le pertenecen por herencia. Peticiones económicas desorbitadas por autorizar el uso de cualquier poema en antologías o canciones, reimpresión bloqueada de antologías poéticas agotadas, censura y manipulación de las memorias del escritor, falta de placet para documentales en los que aparezcan palabras de Alberti… La consecuencia de este peculiar secuestro de la obra, la imagen y la memoria del artista por parte de su viuda es que, según muchos de los antiguos amigos del gaditano, la lectura y la presencia pública de Alberti estén desapareciendo. “Ya apenas se oye, ni se sabe de él”, resume su hija Aitana, enfrentada hace años con la viuda.
Este asunto fue tratado por extenso en la última parte de un libro de Benjamín Prado publicado en 2002, A la sombra del ángel. 13 años con Alberti, en el que el autor contaba cómo, después de haber estado muy cerca del poeta del 27 durante varios años en la década de los ochenta, haciendo para él de acompañante, chófer, amigo y casi chico para todo, Alberti se había alejado de él, y de otros amigos poetas como Luis García Montero o Luis Muñoz, a partir del momento en que Asunción Mateo apareció en su vida y comenzó a controlarla. Según Prado, el declive físico de Alberti discurrió a la par que el progresivo dominio de su compañera y luego esposa (desde 1990) sobre cualquier dimensión de su existencia. Algo que también corrobora Mario Muchnik en el primer volumen de sus memorias, el más interesante sin duda, Lo peor no son los autores, donde cuenta las trapacerías censoriles y manipuladoras de la Mateo en los distintos volúmenes de La arboleda perdida, las memorias del escritor.
En el libro de Benjamín Prado el más interesante no es el último tramo, sino el primero, aquél que reconstruye los años en que estuvo muy cerca de Alberti. Son páginas, muchas, que rebosan admiración por el poeta gaditano. Su libro es el de un joven escudero, alguien que sorbe todas las historias del genio, del personaje que ha tratado a tantas celebridades de la literatura y de la política. Prado es un joven autor deseoso de aprender, un ayudante a quien no le importa acompañar y atender a Alberti en mil y una circunstancias, e incluso someterse a todos sus caprichos. A la postre, como le dice Julio Cortázar: «¿Vos querés ser escritor? Aquí, al lado del genio no lo serás, porque es difícil correr hacia delante mientras mirás hacia arriba. Pero y qué. Disfruta no más. Ahora es como si estuvieses apilando leña».
Alberti aparece en A la sombra de un ángel como un viejo seductor, a veces tierno y afectuoso, a veces coqueto, desordenado, torpón en la vida práctica, dependiente, cariñosamente evocador de mil y una historias. Pero también es vanidoso, egocéntrico, cobarde, colérico, celoso de todos y de todo, absolutamente seguro de su propio genio y al mismo tiempo necesitado enfermizamente de reconocimiento perpetuo. Alberti vive, a la edad tan avanzada en que Benjamín Prado le sirve, le lleva y trae, le escucha y atiende, en buena medida de recuerdos, ocupado en perfeccionar incesantemente la narración de sus anécdotas y de sus encuentros con los protagonistas del siglo XX. Es un hombre acostumbrado a ocupar de manera natural el centro del escenario. Y cuando no es así, sencillamente se duerme, se echa un sueñecito, porque casi nada le interesa ya de lo que digan o hagan los demás.
Desde luego, el retrato de Benjamín Prado es admirativo, aunque todo lo que acabo de enumerar, la otra cara del poeta, aparece también en su texto. Por eso, aunque compré el libro cuando salió, en 2002, lo leí en las pasadas navidades, estimulado directamente por un artículo bilioso de Antonio Muñoz Molina sobre Alberti. Un artículo, todo hay que decirlo, en que se notaban las ganas de Muñoz Molina de responder con un navajazo a la pequeña herida que en su orgullo le infligió Alberti cuando él era un joven escritor desconocido en la Granada de los años ochenta. Sólo que, al margen del ajuste de cuentas, Muñoz Molina, que, claro es, no formaba parte del grupo de “admiradores fervientes y aduladores obsequiosos” del viejo poeta (Prado sí, obviamente), acertaba de lleno, me parece, en su descripción de las claves que mueven a una vieja gloria cuando se convierte en “parodia de sí mismo”. Benjamín Prado no estaría de acuerdo con esta crueldad de Muñoz Molina, seguro, pero me temo que hay una cierta complementariedad entre lo que recoge su libro y el artículo del autor de El jinete polaco.
«Las caras privadas, en público, son más sabias y gratas que las caras públicas en privado. Siempre en público, rodeado siempre de admiradores fervientes y aduladores obsequiosos, el escritor viejo —y no tan viejo— se deja convertir, por la omnipresencia del halago, en parodia de sí mismo. Ya no quiere o no sabe estar solo, porque en la soledad no hay público; y poco a poco incluso para estar en privado elige a quien al actuar de público alimente la íntima impostura, la representación del personaje» (Antonio Muñoz Molina).
2 comentarios:
Que magnífico artículo Richard.Conviene recordar como somos y me encanta tu rigor en el análisis de los comportamientos.
Además creo que en esa forma de mirar no hay inclemencia, sino al contrario, un enorme amor a las personas, tál como somos.
Un abrazo de el peri.
A don Rafaé lo escuché haciendo bolos en una parroquia de Navarra. Con cargo al presupuesto municipal, declamó sus poemas, firmó sus libros y, si le petaba y le hacían mella los halagos del solicitante, dibujaba un gallito pinturero junto a la rúbrica.
Al cabo de unos años me lo topé en un ascensor. El tiempo había hecho mella, se había encorvado y buscaba cobijo bajo el busto poderoso de una señora-bastón. Inmensa, ella. Ahora administra el predio adquirido.
Algo parecido me ha tocado contemplar en los epígonos de un escultor en proceso de canonización. Estaba viudo y una caterva de valquirias, de diverso calibre y sección, lo engatusaba entre ostra y ostra. Babeaba por los dos motivos.
Moraleja: No se puede llegar a viejo siendo rico y rijosillo. Mejor como don Antonio, con la mamá, casi desnudo como los hijos de la mar.
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