En el buzón de casa encuentro un folleto que detalla los actos culturales previstos en mi pueblo hasta navidades. Peleo por enterarme de lo que pone pero, quiá, tampoco es plan dejar la vista en el empeño. Sospecho que nadie pensó seriamente en que pudiera leerse la información. El diseñador, temo que jaleado por los que lo contrataron, ha echado el bofe en virguerías y adornicos y en combinaciones de textos en distintas tintas. Pero el resultado es que su aliento supuestamente creador emborrona las páginas. No hay una normal, todas son desequilibradas, chillonas, mareantes. Peor: aquellas donde se informa de los eventos más importantes son las de lectura más penosa, al menos en castellano –porque en mi pueblo todos, absolutamente todos los anuncios oficiales son bilingües; pero vamos a orillar hoy ese respective-.
Trato a menudo con diseñadores gráficos. Algunos son excelentes, pero abundan los que piensan que cuanto más recargada esté la página, mejor. De modo que se aplican con entusiasmo a colocar, junto a los textos o como fondo de página, iconos más o menos originales, o figuras onduladas e irregulares que, a modo de aguas de diversa intensidad, recuerdan los papeles pintados de pared de hace años, o fotografías en distintos grados de nitidez, o líneas, filetes o dibujos en distintos colores y caprichosas formas. Una ristra de elementos que más de una vez saturan y hasta asfixian la página. En su afán pretendidamente artístico encuentran aliados entusiastas en muchos clientes que participan de idéntica opinión vulgar: que se note que hay un diseñador, que se gane la pasta que cobra, por tanto que la página rezume alegría y mucha frondosidad.
Sé que no son iguales las necesidades expresivas de un libro que las de un folleto publicitario o un cartel. Y que tampoco debe ser similar la disposición gráfica en un cartel que informa de las vacaciones del Inserso que el que avisa de un concierto de rock. Pero en todo caso debería respetarse un principio básico: que el texto aparezca limpio y claro y pueda leerse con comodidad. Muchas veces, sin embargo, el trabajo del diseñador tapa lo escrito, o lo desdibuja hasta tal punto, por mor de su impericia o de su concepción del conjunto, que obstaculiza gravemente su lectura. Hay una desatención hacia el texto, casi un desprecio, como si estuviéramos ante un elemento secundario, una mancha más en una composición que en realidad no habría que leer -desprecio que correlaciona con otros: muchos libros o folletos han costado un congo, por el diseñador, el papel especial, las muchas tintas en la impresión y el encuadernado de lujo, y no resisten una lectura: no sólo es que ésta sea fatigosa, es que nadie ha atendido a la corrección estilística y ortográfica de lo que pone-.
“Complicar es fácil; lo que es muy, muy difícil, es simplificar”, apuntó Bruno Munari. Intentando contar su estilo propio de amar esta máxima, recuerdo haber escuchado, por poner un ejemplo, a Jaume Vallcorba, propietario de la magnífica editorial El Acantilado, una disertación apasionada sobre la elección de los tipos y tamaños de letra para sus libros, de los márgenes de página y los espacios entre líneas, de los papeles apropiados, y de su control casi obsesivo del grado de entintado de la máquina impresora sobre cada clase de papel. Todo ello en pos de que, sin notarse, la legibilidad del texto en sus ediciones fuese máxima, de que el lector se sumergiera en cualquiera de los libros de El Acantilado olvidándose (o sin percatarse) de que se habían tomado previamente varias decisiones que buscaban que la lectura pudiera hacerse atendiendo sólo al texto, sin que la vista hiciese ningún esfuerzo adicional. Pues bien, como resume Lidia Mazzalomo, “un buen diseñador será aquel que interprete el texto del autor y la intención del editor de tal modo que, al traducirlo al lenguaje visual, su intervención pueda pasar inadvertida en el diálogo que se establezca entre el lector y su lectura”. Por favor, diseñadores, no molesten, que quiero enterarme de lo que dice sin echar a perder los ojos.
2 comentarios:
Bien dicho y bien escrito, Ricardo. Los buenos diseñadores de materiales impresos saben respetar el texto escrito y, como los buenos árbitros de fútbol, pasan inadvertidos. Pero no todo hay que cargarlo en la cuenta de ese pintoresco gremio. Están también de quienes recurren a sus servicios. ¿Cómo no van a superponerse al texto las imágenes y los colorines si los emolumentos del diseñador suelen superar con creces a los del redactor? Todos hemos prestado alguna vez nuestra pluma gratis et amore, o a precio simbólico, para publicaciones cuyo presupuesto se desequilibra después por culpa de la factura del diseñador.
Perdón: "Están tambien [de] quienes..."
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