21 julio 2006

Mi principal sentimiento es el miedo

Incapaz de parar, repantingado en la playa o al fresco abrigo de los bares o trasnochando, he devorado Memoria del miedo, de Andrew Graham-Yooll, un racimo de historias que participan de la memoria personal, la crónica y el análisis político y que en sucesivas oleadas dibujan el cuadro de los terribles años setenta en Argentina, esos que comienzan con el asesinato del general Aramburu por cuenta de un grupo peronista entonces flamante, los Montoneros, que presencian seguidamente, entre 1971 y 1976, la violencia constante y brutal de militares, paramilitares y guerrilleros de toda laya, y que se internan en el túnel más atroz cuando en marzo de ese último año el ejército deja de lado cualquier formalismo y, en medio de la indiferencia de gran parte de la población, acomete la eliminación sistemática de quienes se habían resistido con las armas a sus designios.

Graham-Yooll, hijo de escoceses, miembro de una comunidad británica que mantuvo en Argentina su lengua, sus colegios y muchas de sus costumbres, y periodista en un diario editado allí en inglés, The Buenos Aires Herald, escribió este libro al comienzo de su exilio londinense, abrumado por el extrañamiento y por el recuerdo del horror que había conocido antes de escapar a los seis meses del golpe, a punto de que lo detuvieran. Para entonces Graham-Yooll tenía consolidada, pese a los lazos amistosos, su interpretación del laberinto argentino: “El conflicto civil nació de la rivalidad política, pero más aún de las emociones personales que eran invocadas como motivos de venganza. Un individuo se lanzaba a vengar a un militante hecho pedazos por una granada; un oficial decidía vengar a un colega que había sido blanco de otra venganza. Aumentaban las víctimas; los jefes de los grupos rivales asumían la responsabilidad de los desmanes y ordenaban escaladas terroristas como forma de mantener su autoridad y de tratar de ganar adeptos entre los vacilantes. Así el conflicto avanzaba hacia la guerra.”

A la luz de esta visión, queda claro que Graham-Yooll no era un peronista de ninguna de las varias facciones que enaltecían al viejo caudillo al tiempo que se mataban entre sí, ni un nacionalista de ninguna clase (tal vez por su curiosa condición de argentino criado a veinte kilómetros de Buenos Aires en un medio más british que el de Cambridge), ni un convencido de las virtudes emancipadoras de las metralletas ni un derechista enfangado en el exterminio de zurdos. En uno de los capítulos más conmovedores del libro, en el que cuenta cómo se involucra en la ayuda a la postre inútil a una joven montonera, Graham-Yooll cita a Mario Eduardo Firmenich, líder del grupo armado, que dictaminó en una rueda de prensa, con criminal arrogancia: “A aquellos que están en el medio, les aconsejamos que se hagan a un lado cuando empiece la guerra”. “Si se pudiera odiar a un hombre por una sola frase”, le dice Graham a la guerrillera, “ése sería tu jefe, y ésa la frase. Tan claro, tan asesino; con esa frase hizo que centenares de personas creyeran que tenían que elegir de qué lado estaban; trataron de esconderse, y decidieron... morir.” Y es que Graham-Yooll, en el fuego cruzado de aquellos años, no tiene dudas respecto a su ubicación: “En el medio, como siempre”. A lo cual la joven replica: “Sí, estás en el medio, pero no sos neutral. Estás en el medio de un lío”.

En medio del lío y no neutral. De esa delicada posición brota el valor moral de un hombre que ve lo que pasa y se atreve, lleno de temor, a contarlo. Amigo de muchos escritores y periodistas fascinados por la violencia, y sólo muy ligeramente protegido por su profesión y por el medio en que trabajaba, Graham-Yooll se forzaba a redactar informaciones y denuncias políticas que le fueron granjeando el odio de los militares sin ganarle el aprecio de los guerrilleros. En esos años de plomo, e incluso cuando en marzo del 76 el terror se desnude totalmente, el angloargentino será incapaz de permanecer al margen de lo que sucede, si bien no se hace ninguna ilusión sobre la utilidad del esfuerzo: “Había muchos artículos en los que me animaba a hacer breves referencias a la anormalidad política... Después temblaba pensando en la reacción. Era un círculo estúpido, más que vicioso, en el que yo me obligaba a informar y luego esperaba aterrado las posibles consecuencias. Lo que era peor: era un ejercicio agotador con el que se lograba muy poco.”

El miedo, siempre el miedo, omnipresente en el libro. “El terror paraliza; la histeria avergüenza; el miedo humilla. Las dos primeras sensaciones son incidentales y se desvanecen; el miedo es un compañero constante”. El miedo que desvela sin remedio, que sobresalta por cualquier nimiedad, el miedo que hace mearse y cagarse a un fotógrafo secuestrado por matones de la derecha peronista, el miedo del que nacen sarpullidos o eccemas, el miedo a un paquete sospechoso o ante un Falcon sin matrícula, el miedo al teléfono, la noche o la calle vacía. Miedo que alcanza el paroxismo cuando los militares, en su labor aniquiladora, se lanzan tras el golpe a torturar y matar también a familiares de los guerrilleros, o a sus amigos, o a cualquier persona que pudiese haberles ayudado levemente, o incluso a pibes que hipotéticamente podían convertirse en resistentes años después. “Es bueno recordar el miedo, para no repetirlo”, dice el autor. Pero acto seguido no puede dejar de preguntarse, con amarga retórica, sobre lo que, pese a todo lo que acontecía, dominaba en gran parte de los argentinos: se sentían “en el medio” pero además querían ser, más que neutrales, indiferentes: “¿cómo pudimos, toda una sociedad, vivir en compañía del miedo como si fuera normal? ¿Cómo pudimos, como país, vivir diciendo: “por algo será, o en algo andará’”?

Este breve acopio de citas no da cuenta cabal en absoluto de la riqueza de datos y matices del libro. Días después de “comérmelo” he vuelto con emoción admirativa a la historia del pobre fotógrafo aterrado, o a la de la patada del periodista a uno de los muchos cadáveres que “aparecían” en los bosques cercanos al aeropuerto de Ezeiza, o a la de la joven viuda montonera consumida por el miedo y la soledad física y afectiva, o a la de la liberación, tras nueve meses de secuestro, del millonario Jorge Born, una representación en la que tiene un papel relevante un Graham-Yooll ya muy mal visto por el poder y frustrado porque sabe que no podrá contar en su periódico nada de lo presenciado; o a la historia de sus últimos días en el país, en septiembre del 76, cuando el sinvivir devora su vida familiar y laboral; o a la historia final del encuentro con dos torturadores que años después escupen ante él retazos de sus fechorías, en un tenso diálogo que se corta como el desenlace de un gran cuento. Historias que funcionan como el mejor de los relatos gracias al talento narrativo de Graham-Yooll, y que muestran las enormes posibilidades que en manos de un periodista de raza tiene la realidad si pasa por el cedazo de la (buena) elaboración lingüística.

Los amigos de Graham-Yooll estaban, ya lo he dicho, mucho más en el lado de la guerrilla que en el de los milicos. Y cuando retorna unos días a Argentina en 1980, todavía con miedo porque la dictadura pervive (hasta 1994 no volverá definitivamente, para dirigir The Buenos Aires Herald), su tono es casi elegiaco en la remembranza de tantas vidas segadas, de tanto dolor desparramado y tantos huecos en su propio espacio vital. Pero el periodista no se deja ganar sólo por los sentimientos, o, mejor dicho, por un sentimentalismo mutilado o parcial. Así que cuando resume, en ese prólogo que siempre se escribe en último término, su balance del periodo, sigue aferrado a ese “medio” desde el que vivió el desollamiento de Argentina: “Todavía me siento perturbado por la locura de los jóvenes rebeldes. Encontraban explicaciones para el asesinato con el tono de voz de una conversación normal, y el desatino apenas se notaba entre tantas muertes diarias, en un país donde la muerte era parte de la vida. Sigo atónito por la furia de la represión: por la crueldad ciega de los seres humanos más primitivos, por el cálculo frío de los intrigantes.”

6 comentarios:

Anónimo dijo...

anda, javier lópez de muniain diciendo que se llama Ricardo Pita. Curioso.

Anónimo dijo...

O Ricardo Pita diciendo que se llama Ricardo Pita. Más curioso.

Anónimo dijo...

Cada uno hace lo que puede para mantener su vanidad alta...lo de los blogs es libre y se da uno el pisto de escribir y que le lean, lo que de otra forma sería imposible.
Hay demasiados escritores frustrados en el mundo.

Anónimo dijo...

Completamente de acuerdo con el anónimo sobre la vanidad alta...hay que ve que mundo tan pequeño y tan miserable...el caso es ver tu nombre escrito. Por cierto, ¿vives, trabajas...? Da la impresión que eres un ermitaño que lee sin parar para luego escribir sobre lo que otros han escrito...

Anónimo dijo...

No dejes de escribir, Ricardo, sobre lo que lees, sobre lo que vives, sobre lo que piensas, sobre lo que escuchas, ¡sobre lo que quieras!
A pesar de la envidia, a pesar del rencor, ¡a pesar de todo!

Anónimo dijo...

Ricardo no te dejes acomplejar por esta tropa de envidiosos y mezquinos. Me ha parecido un ensayo espléndido, muy aplicable en nuestra tierra en la que abundan los matones de barrio, ¿ah! y no tardes tanto en darnos la satisfacción de seguirte.
Mahegui