28 junio 2006

Aprendiendo a ser justos

Se acaba el curso en las tertulias sobre libros que funcionan en la biblioteca de Barañain. Y para celebrarlo, algo nuevo y especial, un viaje a Barcelona de más de cuarenta personas. Feliz idea del alma de estos clubes de lectura, Jesús Arana, que llega a buen puerto un fin de semana de junio en el que sustituimos el tórrido mediodía navarro por la deliciosa noche con que nos recibe la capital catalana. Hemos leído en el curso varias novelas de Eduardo Mendoza, Juan Marsé y Enrique Vila-Matas, y aunque no podemos encontrarnos personalmente con ellos, no perdemos el tiempo. Jesús y el magnífico equipo que trabaja en esta iniciativa (Juana Mari, Tere, Begoña) han preparado un buen programa, lleno pero sin agobios y, claro, con la premisa de la libertad total de movimientos de cada quien, según sus fuerzas y manías (como la de comprar libros en el mercado de Sant Antoni, tentación a la que corremos algunos). Cena con la tertulia de la biblioteca del Carmelo, itinerarios por el barrio del Poble Sec y por los escenarios de algunas novelas de Mercè Rodoreda, y sabroso encuentro con la escritora Gemma Lienas, más que su novela. Antes, después y en medio, múltiples charletas entre nosotros sobre libros y vida, vida y libros, que para muchos no está claro si en esto fue antes el huevo o la gallina.

Ambiente fenomenal en el grupo. El propio Jesús Arana, en un artículo que recomiendo desde ya y que apareció en el verano de 2005 en la revista La casa de los Malfenti (www.lacasadelosmalfenti.com) escribió que “Una idea hermosa que está detrás de los grupos de lectura es la que acierta a formular Adolfo Marsillach en sus memorias cuando dice: ‘En el fondo de mi corazón sólo considero compatriotas a quienes leyeron los mismos libros que yo he leído’. Con toda la exageración que puede haber en esta frase es cierto que encierra una verdad: un bagaje de lecturas compartidas, además de ayudar a los miembros a identificarse con el grupo en la medida que tienen unas referencias culturales comunes cada vez mayores, los hace partícipes de una misma experiencia y esto, se quiera o no, une”. Se quiere, se quiere. Desde luego, en Barañain he conocido a gente admirable, o a gente que, al menos, pone en el encuentro algunas de sus mejores facetas y su disposición más cordial y atenta.

La lectura, escribió Gabriel Zaid, es una conversación, pero que en primera instancia se produce entre el lector y lo escrito, y por tanto implica silencio y soledad. Sin embargo, del movimiento intelectual, anímico, espiritual que ponen en juego los libros brota naturalmente el impulso de hablar con semejantes sobre lo que hemos leído y definir mejor lo pensado y sentido. Y es que sucede con frecuencia que sólo en el diálogo, en el intercambio discursivo en alta voz, toman forma en nosotros mismos determinadas ideas que la lectura había ido animando pero que permanecían más o menos borrosas. Leemos, hablamos, pensamos, y hay una interacción que afila cada fase del proceso y las dispara a todas por caminos progresivamente más fértiles. Es cierto que a veces en la tertulia, como sucede en cualquier encuentro, la conversación es desordenada y fútil, pero en general no sólo se enriquece el proceso que he descrito; asoman además, con ocasión de los libros, intensos retazos de vida, verdad, felicidad, duda o dolor. No puedo concebir una utilidad más noble para la lectura.

Desde luego en Barañain, lo dice también Jesús Arana en su artículo, “los grupos de lectura están compuestos por personas con profesiones de lo más heterogéneas, con distintos niveles de estudios, con creencias muy diversas y pertenecientes a diferentes clases sociales y sin embargo todas tienen en común algo: pasión por la lectura, curiosidad intelectual, gusto por la conversación, mentalidad abierta, capacidad para respetar las opiniones de los demás. (...) Así definidos, son un fenómeno que responde a un tipo de sociedad donde los espacios para la conversación han dejado de ser algo natural y es necesario crearlos”. Yo añadiría un matiz: hablar ya hablamos en la vida ordinaria, mucho, a veces demasiado, por ejemplo por teléfono. Pero en las tertulias sobre libros no se trata de un tipo de conversación sobre hechos u objetos, o sobre naderías, una conversación de grado cero. Sin necesidad de profundizar en técnicas narrativas o de caer en la erudición, hay en la conversación en Barañain la suficiente calidad reflexiva y vital como para que muchos días salgamos en un estado de deliciosa ebullición, incluso si el libro es malo o no ha prendido en el grupo. Porque un mal libro también puede dar lugar a un excelente debate.

Habría muchos días para rememorar. Por ejemplo, y salvando las enormes distancias de calidad, recuerdo cómo una novela de Benjamin Constant y otra de Laura Mintegi nos dieron pie a charlar sobre el amor mucho más allá de la hora fijada. Una mala obrita de Aitor Arana nos animó a escudriñar con vehemencia en los deseos y dilemas sexuales, lo mismo que Catherine Millet. Enrique Vilá Matas nos llevó por los caminos de la vanidad y de la narración como ejercicio seductor. El corazón de las tinieblas, de Conrad, suscitó un apasionado debate sobre el colonialismo y los crueles delirios humanos. Y un soberbio cuento de Jokin Muñoz sacó al aire los temores de padres y madres sobre la vida y destino de sus hijos.

Conseguir que funcione bien una tertulia requiere cierta organización, sobre todo si los participantes son muchos y no deben comprar los libros -se les dejan en préstamo-. Si además incluimos la extensión de la idea a otras bibliotecas hasta que ha prendido, con el atento asesoramiento del propio Jesús Arana, y conseguir de vez en cuando encuentros con autores, y articular actividades complementarias como lecturas poéticas, actuaciones musicales y sesiones de cuentacuentos, cabe atisbar el esfuerzo que está detrás de la actividad. Borges enumeró en su poema Los justos algunas acciones que pueden hacer las personas (Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire // El que agradece que en la tierra haya música // Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto // El que acaricia a un animal dormido...) y que parecen mínimas, privadas, casi irrelevantes. Sin embargo, culmina el poema, “esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”. Durante muchos años consideré que por bellos que fueran los versos, la conclusión era metafórica o simplemente exagerada. Ahora ya no estoy tan seguro. Supongo que para salvar al mundo hace falta la gran política, y los planes generales, y la acción colectiva y los propósitos personales de largo alcance. Pero los pequeños actos de justicia o compasión, la asunción irrenunciable de nuestras propias responsabilidades, la implicación serena o entusiasta en modestos pero hermosos proyectos..., todo eso adquiere cada día más valor a mis ojos. En Barañain, por ejemplo, en la acción infatigable de Jesús y de los demás trabajadores de la biblioteca, acción que ha tejido una red de cultura que crece y crece, pienso que tenemos una muestra de lo que se puede hacer para llegar a ser justos.

1 comentario:

Hiporosa dijo...

Envidia que me das
¿Sería posible montar algo así en Mutilva si saco tiempo de algún sitio?