A mediados de marzo me fui una tarde a la biblioteca de Noáin. Quería escuchar a dos escritoras de las que he leído en el último año sus primeros libros publicados, Bea Cantero y Cristina Iribarren. Era un martes de buena temperatura y tibia luz que se filtraba generosamente por los amplios ventanales de la estupenda casa de cultura que acoge a la biblioteca. Estábamos casi cien personas, un grupo atento y bien predispuesto. La mayoría, me pareció, conocía de sobra a Bea Cantero, entusiasta bibliotecaria de la localidad, aunque no sé si habían leído su novela, Los niños bomba. Las dos escritoras estaban muy nerviosas, y en alguonos momentos un tanto cohibidas. Pero valió la pena escucharlas, cada una de ellas analizando el libro de la otra. Y animado por lo que allí se dijo, me apetece escribir unas líneas sobre estos dos libros. Voy a comenzar por el de Cristina Iribarren, Una vida y otra (editorial Eunate).
Yo no conocía a la autora cuando, hace un año, una persona a la que aprecio mucho me pidió que acudiera a la presentación de Una vida y otra. Fui al acto con prevención, con el recelo del escaldado. En provincias se publican muchos libros en editoriales modestas que tienen grandes dificultades para lograr buenos lugares en las mesas de novedades o en los escaparates de las librerías. Son volúmenes en los que el escritor debe pagar al menos parte de lo que cuesta la edición. Y luego están los libros autoeditados, aquellos cuya edición ha abonado totalmente el autor, quien además debe publicitarlos y distribuirlos como pueda, por su cuenta y riesgo. Unos días yendo con su coche de librería en librería, otros tratando de que le dejen presentarlo en bibliotecas, bares o donde sea, a ver si hay quien se decida a comprarle un ejemplar. Pero lo peor es que hablamos de novelas o ensayos que el autor ha dado a la luz como le ha apetecido, al no haber existido el filtro de un editor competente. El resultado es que salen a la calle con frecuencia libros de bajísima calidad. Me ha tocado padecer muchos de ellos cuando todavía eran originales en premios literarios, o los he sacado de las bibliotecas, o he llegado a comprarlos, y casi siempre el desaliento ha inundado mi experiencia lectora.
Esa misma tarde, tras la breve presentación, prometedora pese a que Cristina Iribarren defendió el libro a la carrera, comida también entonces por los nervios, leí dos de sus cuentos en el autobús, de vuelta a casa. Y allí mismo, contrariando y disolviendo todos mis miedos y prejuicios, entendí que me encontraba ante una escritora de verdad, alguien que sabe contar con fuerza, emoción y pericia técnica. Un talento hecho y derecho, una autora que no parecía primeriza en absoluto —tal vez, no lo sé, porque tenga detrás muchos textos inéditos—.
Una vida y otra recoge veintiún cuentos de diversos tonos y enfoques, desde los que con cierta simplicidad podemos llamar realistas a aquellos que, aun poseyendo en su arranque una textura realista, incluso costumbrista, se abren a posibilidades fantásticas. Así, hay cuentos en los que irrumpen diversos modos de ruptura de lo real o habitual a partir de una exacerbación del absurdo, lo grotesco, lo siniestro. En algunos relatos esa textura fantástica no es más que el precipitado de obsesiones, fantasmas o delirios que pueblan y devoran a los protagonistas. En otros hay que contar con las premoniciones, o intuiciones, o simplemente con las visiones, que podríamos llamar sobrenaturales, que poseen o sufren personajes que captan en la realidad lo que a la mayoría le está vedado.
El título del libro, Una vida y otra, alberga varios sentidos. La distinción alude en primer lugar a lo que acabo de explicar: que hay una vida “real”, pero también otra en la que se producen hechos o reacciones que escapan a las explicaciones razonables o lógicas.
Pero hay historias en las cuales lo fundamental es la diferencia entre la vida exterior de los personajes, una vida socialmente reglada, “normal”, pacífica, y esa vida interior donde bullen traumas, angustias o rabias de alto voltaje que terminan aflorando con violencia, incluso en forma de suicidio, o con más frecuencia de asesinato o delito ejecutado resuelta o inevitablemente por sujetos hasta entonces tranquilos, apocados o pasivos, o por mujeres que dan salida a un mundo interior insufrible que habría estado colonizando y arruinando en silencio su vida más pública. Un mundo interior insoportable que a veces linda con la locura, o se interna en ella, lo que apunta a otro sentido del título del volumen: el que establece la frontera entre la vida cuerda y la que está devorada por desarreglos mentales, transitorios o no.
El salto a otros modos de percibir y sentir no siempre muestra un tinte tan negro. En la vida otra también se libera una energía desconocida hasta ese momento, pero euforizante. Quien da el salto a otras maneras de vivir descubre en sí mismo una fuerza alegre que le sorprende, aunque su transformación produzca resultados inasumibles bajo los parámetros morales o legales cotidianos. Cristina Iribarren ha imaginado algunos cuentos tenebrosos, de un humor tétrico, en los que vemos cómo en la vida otra se da rienda suelta a capacidades o instintos reprimidos que llevan a una madre a matar a su hijo para prevenir y cortar de raíz unas exigencias o caprichos infantiles que van a ir a más, o a una venerable anciana a descuartizar el cadáver de su marido con calma y método, o a un hombre de orden a descubrir que su desfalco de un desconocido inaugura una ruptura ilusionante en la aburrida existencia que llevaba. Un camino, todo hay que decirlo, de casi imposible vuelta atrás. Quien se adentra en cualquiera de los sentidos que la expresión vida otra adquiere en estos relatos bloquea casi siempre el camino de regreso a su vida anterior, la corriente y moliente.
Todas estas cuestiones, y muchas más que dejo de lado por no alargarme, las plasma la autora en unos relatos casi siempre magníficos, en una sucesión de historias que buscan explícitamente la emoción del lector, incluso su sacudida. Relatos, por cierto, que no pueden encuadrarse en la tendencia dominante de la cuentística moderna, en la contención, en el juego de sobreentendidos, en el pudor y la austeridad expresiva. Tengo la impresión de que hoy en día parece obligado —y esto lo digo también contra mí mismo, contra mis gustos literarios más profundos— que todos los escritores sigan la senda que abrió Chéjov, ese formidable camino que en la narrativa corta norteamericana ha dado tantos autores (y autoras) de extraordinario valor. La línea, por citar algunos nombres, que discurre de Hemingway a Salinger, Carver o Alice Munro, salvando las diferencias entre ellos que haya que salvar. La misma que muchos escritores siguen en otras lenguas, por ejemplo en castellano. Se olvida así que hay otras tradiciones, que Poe, o Maupassant, o Henry James, o Borges, o Rulfo, y tantos otros grandes, escribieron cuentos de otra manera, con otra estructura y libertades o barroquismos, en líneas de desarrollo que son tan válidas como la citada.
Y es que, simplificando al máximo, hay que recordar que Poe no era minimalista en sus inaugurales relatos, que hay modos de contar y conmocionar al lector mucho más “calientes”, a primera y a segunda vista. Modos que no lo fían todo a la sugerencia, a lo inexpresado, a la contención extrema, sino al poder de la narración, del lenguaje y la emoción. Cristina Iribarren, si quiere, sabe dejar muchos cabos sueltos (véase por ejemplo el relato En la carretera), sabe oscilar muy bien entre lo dicho y lo no dicho, claro que sí. Pero en la mayoría de sus cuentos, sean fantásticos o realistas, no se abandona a la levedad y el minimalismo en el contar. Al contrario. Con un lenguaje rico, preciso, lleno de recursos de toda clase, de metáforas e imágenes potentes, sus relatos tienen un tono vehemente, intenso, inflamado cuando aborda dolores íntimos y violentas explosiones. Un tono lingüístico que se corresponde con el catálogo de tremendas heridas que se quiere tapar en la vida “normal” pero acaban empujando a quienes las padecen a la vida otra. Espigando entre las historias, veremos que comparece, sin ir más lejos, la pavorosa soledad de una profesora humillada, o la obsesión de una mujer que se avergüenza de su asco a la maternidad, o la relación enfermiza y ambivalente de un marido atado a su alcohólica mujer. Y hay también, en un grado más alto en la escala del horror, relatos de niñas que sufren abusos sexuales o incluso la muerte, a partir de lo cual el mal acaba desencadenando nuevas devastaciones.
Entre los veintiún relatos del libro, es lógico que no todos me hayan gustado o interesado por igual. Pero sí me importa resaltar que en todos encuentro la solvencia y capacidad de impacto que hacen a este libro sobresaliente. Espero que la autora siga escribiendo y publicando, porque Una vida y otra es una carta de presentación poderosa e incitante que ojalá tenga muchos lectores. Y, en fin, ojalá que si Cristina Iribarren continúa publicando, lo que quisiera dar por hecho, podamos charlar sus admiradores con ella en encuentros en los que ya no le ganen la partida los nervios.
1 comentario:
Querido Ricardo:
Esta mañana he entrado en el rincón de favoritos y he pinchado "el ángulo". Mi sorpresa ha sido descubrir que habías colgado de nuevo una serie de entradas. Muchas gracias. Yo sigo con mucha atención tus reflexiones envueltas en una hermosa escritura. Por supuesto que aprovecharé sin rubor tus sugerencias, ahora que he pasado al estado de jubilación jubilosa. Muchas gracias y quedo a la espera. Un abrazo, Román.
,
Publicar un comentario