07 junio 2006

El valor de dos centavos

He leído Dos centavos. Un diario, de Pedro Charro Ayestarán (ediciones Eunate). Como de los diez seguidores que debe de tener este ángulo un par ya han censurado la extensión de mis notas, por si acaso huyen enseguida de su lectura me apresuro a decir que el libro de Charro es espléndido y que sería bueno que tuviese muchos compradores y, quién sabe, lectores.

Me interesan desde siempre los diarios, o los dietarios (la distinción entre los dos términos es peliaguda y lábil), y los he leído de muchas clases. Sin ánimo de agotar el muestrario, me vienen a la mente los que contienen sólo los hechos más menudos de la vida de su autor. Otros vuelan majestuosamente por los excelsos pensamientos filosóficos o los comentarios sobre libros o películas, y no dejan que nos asomemos apenas a la cotidianeidad de quien está al fondo. Y otros mezclan adecuadamente los ingredientes y entonces, creo, semejan una buena conversación. Como en ésta, en el diario deben estar presentes la reflexión general y la anécdota, lo elevado y lo trivial, la especulación y la confidencia, el pensamiento riguroso y los mínimos sucedidos. Creo, en todo caso, que a riesgo de caer en la inanidad, los detalles son esenciales en un diario. Como les aconseja Charro a sus alumnos de un taller de escritura, hay que “dar cuenta de lo particular, de lo que bien mirado no puede importar a nadie. (Eso es, justamente, lo que más interesa a todo el mundo.)” Y en ese sentido, el diario, este diario de Charro por ejemplo, se aproxima a la literatura.

En todo caso, un diario publicado siempre es una construcción, un producto en el que comparece el hombre o la mujer que lo va tejiendo, pero donde se selecciona a partir de los cuadernos originales y por eso mismo se oculta, se cuenta pero se calla. Incluso se manipulan fechas y nombres, o se transmutan anécdotas, de modo que el diarista siempre compone un personaje. Ello no resta a priori interés al resultado, en absoluto, toda vez que en los buenos diarios el lector, que normalmente no conoce al escritor, sin embargo encuentra en él, en su forma de contar la vida, un espejo en que mirar su propia existencia y someterla a escrutinio.

Un diario admite todo, es un género tan flexible que algunos autores incluyen en él poemas, o semirrelatos de varia extensión o, por qué no, como hace Charro, desde el texto de una intervención en un congreso de psicoanalistas en Argentina hasta columnas publicadas en la prensa en el periodo en que este diario se iba forjando y que, vemos ahora, guardan una relación orgánica con sus anotaciones privadas y lo deslizan en otra legítima dirección, la del ensayo.

Pedro Charro no ha dado a la luz un diario íntimo, pero sí sumamente personal. Aquí tenemos a alguien que en 2004 se hace consciente de cambios vitales significativos. Un hombre en un momento de transición, que se angustia algunos días por ver lo que el tiempo ha hecho con él (“Un dietario, un diario, es un ejercicio de lucidez sobre el tiempo”), pero también por las decisiones que ha tomado, es decir, por lo que él ha hecho para reorientar el curso de sus cosas. Es un hombre que se ha atrevido a cambiar de trabajo, a dejar una posición profesional establecida y solvente, pero que teme no poder ganarse la vida con sus nuevas y variadas ocupaciones. Un hombre que ha ido cambiando de ideas, por lo que ahora se ve más maduro y comprensivo, pero que al mismo tiempo no puede dejar de añorar el que fue tiempo atrás. Un hombre al que le gustaría tener un carácter más contundente, incluso mal genio, pegar más de una vez un puñetazo encima de la mesa ante el espectáculo de la estupidez o la maldad. Un hombre, en fin, con unos hijos que le hacen más responsable y le inspiran al tiempo, con sus preguntas y obstinaciones, minirrelatos melancólicos o de una curiosa gracia.

Hay otro cambio fundamental. 2004 es el año en que Charro siente que ha hallado su propio estilo en la escritura, la manera que se ajusta mejor a sus aspiraciones, lo cual casi le llena de euforia. La columna Dos centavos, que publica en septiembre, marca, en cierto modo, un antes y un después. “Siento la extraña sensación de haber llegado al final, es decir, al principio. Que algo ha cristalizado, se ha precipitado; que, sin pensarlo, he aprendido a escribir de otra forma, (...) he encontrado un cierto estilo. (...) Todo camino lleva a alcanzar mayor ligereza, a desprenderse de peso, a hacerse más desenvuelto, a mostrarse natural, a parecer fácil. Debería dar saltos de alegría si no tuviera este pánico a perder de pronto el don”.

No sorprende por ello que en la presentación señale que el diario gusta “porque nos gusta lo breve, lo fragmentario, lo sugerente, más que lo sistemático”. Y es que es un género que le va como anillo al dedo porque le permite mostrar más que demostrar, sugerir y no sentenciar. Le permite un estilo depurado, más elemental, para decir mucho cada vez con menos, un modo narrativo o ensayístico en el que la sugerencia es más potente que la explicitud. Como dijo Bela Bartok, “cuanto más madura uno, más experimenta la necesidad de proceder por medios económicos, de expresarse más simplemente”. Pedro Charro no escribe, ni quiere, tratados sistemáticos, escritos rotundos y combativos, sino apuntes enlazados casi por asociación azarosa, por recuerdo y evocación. Pero es tal su convicción de que ha encontrado en el diario un vehículo expresivo adecuado que llega a anotar: “Dudas sobre la valía de lo escrito. Y de pronto, reivindicación del diario: Estas notas sobre las que vuelvo, a las que no daba importancia, son justamente la obra en cuestión, lo que auténticamente estoy escribiendo. Como si la escritura, para poder ser algo, necesitase quitarse importancia, ser indeliberada, casi secreta”.

Este diario tiene otra línea de fuerza. Pedro Charro lee y toma notas recurrentemente sobre el filósofo Heidegger y el poeta Ezra Pound, dos figuras gigantescas que sin embargo padecieron esa forma de miserable estulticia, tan habitual en los intelectuales del siglo XX, que les llevó a abrazar con entusiasmo la causa del totalitarismo, en este caso del fascismo y del nazismo. Como dice en relación con esa ilusión totalitaria, “las tonterías más torpes e interesadas, la ceguera para lo obvio y la falta de coraje moral, se encuentran por doquier, pero más a menudo entre los intelectuales, entre idealistas muy puros”. No es nada raro que este juicio tan taxativo le incline hacia lo mejor del inagotable y poliédrico liberalismo: “Ponerse de parte del individuo y de la libertad conduce con el tiempo a abandonar la izquierda y colocarse en un liberalismo más o menos radical, en un posibilismo lúcido y un poquito desencantado”.

Del análisis del mal en la Europa del siglo XX transita el autor en varias ocasiones al del mal en nuestra sociedad, la catástrofe del terrorismo, encima comprendido o consentido por tantos. Ante él abandona cualquier tono dubitativo o ambiguo: “Esta historia hedionda (la de la indiferencia y el desprecio ante el sufrimiento provocado por el terrorismo nacionalista vasco), esta realidad que no quisimos ver, esto que clama desde entonces es, quizás, el acontecimiento central de todos estos años.” El libro contiene páginas emocionantes por ejemplo sobre el sufrimiento de la familia Ulayar, que, además del asesinato del padre en 1979, debe padecer el silencio cobarde o cómplice de tanta gente y durante tantos años, y el ignominioso enaltecimiento del asesino, hijo predilecto del pueblo.

Hay más, mucho más en este diario. Pero creo que debo parar. Me da pena no haber dicho nada sobre la relación del autor con el psicoanálisis y los grupos de lectura en el habla, o sobre lo que les cuenta en el congreso de Buenos Aires, o sobre la ironía como rasgo frecuente de su estilo, o sobre... En fin, si con lo que he apuntado consigo animar a alguien a darse un buen paseo por este admirable libro, me doy por satisfecho. Y espero que no se enfaden conmigo más, por pelma, esos dos de lo que hablé al principio.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido Ricardo,

Leo los tres blogs (mis maestros on line) a diario y me alegro de descubrir que Pedro ha escrito un libro. Sin duda será mi próxima adquisición. Te escribiré en breve para contarte más. Ahora mismo estoy en Madrid y me quedaré para cuatro años al menos. No te alarmes, tengo tiempo para escribir, bastante tiempo...

Un abrazo

Bea

José María Romera dijo...

Once seguidores, Ricardo. Once.

Anónimo dijo...

Para mí las distinción entre diario y dietario es más fácil de lo suele debatirse. Por diario yo diría que es aquello que se escribe de manera secreta y para con uno mismo, en plan desahogo. Tendríamos los de Ana Frank o los de Lev Tolstói, que se escribían sin ánimo de ser publicados. Por dietario yo entiendo esa literatura de uno mismo pero también del tiempo, las variaciones de lo cotidiano, los cambios de humor, que se escribe con una intención más o menos explícita de publicar: Trapiello, Sánchez - Ostiz, Jimenez Lozano, González Ruano...

Anónimo dijo...

Soy admiradora de los diarios de Trapiello, de su poesía, de sus libros de ensayos. Sanchez Ostiz me gusta menos.Y de la prosa de Pla que es exquisita. Aprovecho para comentar que estoy leyendo las reflexionesde Stevenson en " los mares del sur" y es delicioso leer su prosa. Me han recomendado " historia de dos ciudades de Dickens. Ah y me encantó " la segunda mujer" de Luisa Castro. Es muy buena novela. Te atrapa. Carmen.