Hace tres días murió Carlos Pérez Merinero, novelista y hombre del cine. Pero su fallecimiento ha tenido escasa resonancia. Internet registra muy pocos textos tras la muerte, y de escasa entidad, salvo el cariñoso recuerdo de Rafael Reig. Me parece que con los años se había convertido en un autor bastante marginal. Y, sin embargo, su muerte no sólo me ha hecho recordar otros tiempos en mis lecturas y en mis ideas, sino también, gracias a lo que dice Reig, algo que me irrita mucho en los últimos años a propósito del punto de vista en la literatura.
Recuerdo muy bien a Pérez Merinero desde que, en los años setenta, siendo él un joven profesor universitario y yo un adolescente que deglutía libros sin orden ni concierto, leí con voluntad de estudio sus escritos sobre el cine español, que firmaba con su hermano David. Marxista muy radical entonces, Pérez Merinero era de los que pensaban que “El cine, en una formación social capitalista, es un Aparato Ideológico de Estado y, por tanto, cumple la función estructural de todo AIE: la reproducción de las relaciones de producción dominantes, es decir, las relaciones de explotación capitalistas”. Estudiar esta jerga (y cosas mucho más duras, que piadosamente omito) era normal entre la gente con la que yo me movía políticamente.
A partir de 1981 Pérez Merinero, que había abandonado la universidad, comenzó a publicar sus novelas negras, negrísimas, brutales. Y siempre estuvo vinculado al cine, como guionista y director. Participó en la escritura de unas cuantas películas, como la muy conocida Amantes, de Vicente Aranda. Pero la mayoría no tuvieron ese éxito, y una de las últimas en que intervino en el guión, El ciclo Dreyer, la vimos cuatro gatos. Incluso dirigió un largo, Rincones del paraíso, con actores notables, como Juan Diego. Pero es un film casi clandestino: pasó cuatro días por un par de salas de España, lo cual, para un director, y con lo que cuesta levantar y rodar una película, es, digamos, la cifra del fracaso. Luego dirigió otros proyectos que nacieron ya al margen, y que, como dice de sí misma la editorial Pepitas de Calabaza, tuvieron “menos proyección que un cinexin”.
Yo leí casi todas sus novelas de los años ochenta, en tiempos donde todavía devoraba novela policiales, o negras, o detectivescas o similares. Y tengo muy presentes en la memoria la primera y más vendida, Días de guardar, en la gran colección de Bruguera, y en 1986 la que más me impresionó, La mano armada. Son historias, como dice Rafael Reig, que “salpican sangre y semen. Sus personajes son antihéroes de verdad, no para uso de la gazmoñería contemporánea, son machistas, salidos, crueles, brutales, egoístas, un poco neuróticos y casi siempre muy desdichados”. Pérez Merinero ha continuado en la brecha hasta el final; su última novela se publicó hace cuatro meses. Pero las editoriales donde publicaba eran cada vez más enclenques, y no sé si esas novelas han circulado más allá de un diminuto círculo de lectores. Confieso que yo le había perdido la pista.
Las novelas más salvajes de Pérez Merinero están escritas en primera persona. El protagonista absoluto y narrador hace chistes y juegos de palabras de pésimo gusto, se va por los cerros de Úbeda y nos cuenta las brutalidades de todo tipo que comete. Escuchamos esa voz, vemos cómo funciona la mente de ese personaje, qué desea y hace, y el efecto que provoca en nosotros es el de la repugnancia, aunque al mismo tiempo entendemos mejor unas cuantas cosas sobre los deseos, la violencia, la crueldad, sobre el fondo más oscuro de la mente.
Esa voz que narra a lo bestia no es la del escritor, sino la del personaje fruto de su imaginación. No sé cómo era Pérez Merinero ni cómo vivía, qué le gustaba o sentía, si era machista o autoritario o coleccionista de barcos, si seguía siendo marxista leninista o posmoderno nihilista, futbolero u obseso sexual. Sólo sé que en sus novelas acertó a crear personajes potentes, literariamente atractivos, por mucho que fueran tipejos que perseguían violentamente sus obsesiones y resultasen detestables. Pero eran personajes, y lo que hacían o decían no tenía por qué representar en absoluto al autor.
Da un poco de vergüenza repetir estas obviedades. Pero es que periódicamente se organizan linchamientos de escritores a los que se confunde con sus personajes, a los que se critica por las ideas (por ejemplo, racistas, o machistas, o clasistas o simplemente estúpidas) que manifiestan esos personajes en cuentos o novelas. Es lo que tiene la ignorancia del abecé de la literatura.
No hablo de oídas. En algún concurso literario en que he participado como jurado me ha tocado defender relatos en los cuales el autor o autora había creado un personaje que, en primera persona, contaba y justificaba sus fechorías: maltratadores de mujeres, racistas desaforados. Y por mucho que algunos quisiéramos situar la discusión en parámetros de técnica y calidad literaria, y de que explicáramos que juzgar muy convincente literariamente la descripción de la mente de un asesino no es lo mismo que hacer apología del crimen, siempre había quien rechazaba la obra con argumentos morales, o con tópicos bienintencionados pero tontos sobre lo negativo del personaje y la conveniencia de premiar, mejor, a relatos con personajes “positivos”. Y lo peor: en esos jurado he conocido personas temerosas de que se nos atacara, desde medios “progresistas”, si premiábamos un relato de ésos, personas asustadas de que se nos pudiese tachar de defensores de racismo o de malos tratos. (Esto se ha hecho muchas veces, por cierto: atacar a alguien usando frases de un personaje de ficción como si fueran afirmaciones de un artículo de opinión o de un ensayo; dicho en plata: adjudicar al escritor burradas que dicen o hacen los personajes que él creó.)
¿Pero es que los lectores somos idiotas y no sabemos distinguir entre el autor y sus personajes, entre la realidad y los recursos y técnicas de la ficción? Yo creo que no. Y Carlos Pérez Merinero, que dibujó algunos de los personajes más repulsivos que recuerdo, estoy seguro de que se hubiera reído con estas confusiones. En tiempos de pensamiento políticamente gazmoño, y más opresivo mentalmente que correcto, tiempos en los que hay que tentarse mucho la ropa, él iba a su aire, totalmente a su aire. Era un escritor libre, que produjo obras que no merecen el total silencio que con los años fue cayendo sobre él.