Oscura monótona sangre, de Sergio Olguín. Una novela negra, negrísima, que se lee de corrido, que atrapa y fascina en su sequedad, en su contención perfectamente graduada. La historia de un hombre que destruye su vida en poco tiempo por la fuerza brutal del deseo sexual, del dominio. Julio Andrada, rico hecho a sí mismo, adicto al trabajo, ordenado, conservador, inescrupuloso, frío y contenido, de pronto no puede dejar de lado o domeñar, en la cincuentena avanzada, su atracción incontenible por una prostituta adolescente. El deseo imperioso, y las peripecias sórdidas o criminales a las que éste lo obliga, provocan enseguida tal cúmulo de problemas que su controlada existencia salta por los aires.
Pero a Julio Andrada no lo trastorna sólo el deseo sexual. Su delirio es destructivo, pero coexiste con sueños de impunidad, con esas certidumbres casi de omnipotencia que arriban con el dinero, el estatus, el poder y las relaciones. Y no es extraño: en la Argentina actual (¿y en cuántos otros países?), un rico puede tener fácilmente muy buenos contactos con policías, vigilantes y toda suerte de prohombres y rufianes que, bien pagados, harán lo que haga falta por el señor.
La apasionante historia de Dominique Strauss-Kahn tiene bastantes de estos ingredientes. Deseo, tentación, riesgo, destrucción. Pero también, como en la novela de Olguín, poder, fuerza, dinero, relaciones, búsqueda de la impunidad. Leo novelas, como por ejemplo Oscura monótona sangre, y me parece que entiendo algo mejor algunas reacciones, algunos secretos de quienes nos rodean. ¿O de nosotros mismos?
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