El texto que viene a continuación aparecerá muy pronto en la revista TK, que editan anualmente los bibliotecarios de Navarra. El bloque especial del número de este año tiene una parte sobre bibliotecas privadas.
Mi biblioteca, un proyecto de lectura
Tengo una biblioteca en casa que en estos momentos rondará ya los diez mil volúmenes. Se ha ido formando sin ninguna pretensión, simplemente al correr de los días y de mi adicción por los libros y la lectura. No trato de batir ningún record ni pretendo alardear de nada. Tampoco me mueve un impulso coleccionista o inversor de ninguna clase. Sucede, sin más, que me gusta comprar libros, y que quiero que me acompañen y pueda consultarlos y disfrutarlos en cualquier momento. Eso sí, la biblioteca, desigual, desequilibrada, nutrida y al mismo tiempo modesta, pero muy personal, es, económica y sentimentalmente, mi posesión material más valiosa.
Comencé a comprar libros tarde, a los quince años, cuando gané mis primeros dineros trabajando. Antes, lógico, no tenía un real. En mi ambiente las pagas daban para muy poco. Al llegar a la adolescencia no poseía más de veinte títulos, porque en mi familia los libros brillaban por su ausencia. Mis padres no eran burgueses, o simplemente ilustrados que alimentasen un ambiente en el que poseer libros y leerlos fueran gusto y costumbre. Así que guardo memoria del ansia con que, sobre todo a partir de los nueve años, aguardaba el valiosísimo obsequio de un volumen, que siempre rogaba que fuera de Enid Blyton con aventuras de los cinco, excepto en 1970, cuando por cincuenta pesetas compré y tragué en horas lo que entonces consideraba una joya, el análisis del influyente periodista Pedro Escartín sobre el mundial de México, aquel que ganó la selección mágica del último Pelé. ¿Qué más pude leer? Algún libro que me dejaron en el colegio, especialmente a partir de los once años, y los que eran propiedad de mi hermana (diez o doce: Martín Vigil, El diario de Daniel, Corazón...). Ah, y muy especialmente los que me pasaba un primo que influyó mucho en mí, libros marxistas, o más exactamente troskistas, junto a otros cristianos y rojeras muy baratos de la editorial ZYX, que yo no entendía más que a medias pero deglutía sin pestañear.
A los quince años empecé a ganar dinero en verano, y mis compras se hicieron entusiastas y sostenidas. Aún conservo libros adquiridos en 1973, con una emoción inaugural, en un comercio de vida breve, la galería Artiza, en la calle del Carmen. Las conquistas cogieron velocidad de crucero cuando a los 24 años tuve ya un sueldo regular y satisfactorio, y desde entonces nunca han cesado. Para comprar he pasado miles de horas en librerías, refugios donde se me pasan sin sentir y que me atraen en sí mismas, al margen de si acabo o no llevándome algo. En las librerías puedo quedarme absorto mucho tiempo, en un estado de extrema concentración y felicidad, sorprenderme ilusionado con novedades aún calientes, detenerme otra vez en títulos que he hojeado varias veces sin terminar de decidirme, picotear sin prisa ni fatiga, coger el vuelo de una frase o de un fragmento en que he recalado sin más... Qué bien estoy en las librerías, en particular en aquellas espaciosas donde nadie pregunta ni molesta y se puede navegar de descubrimiento en descubrimiento, solazándome con la soledad, al albur de una cubierta llamativa, de una sorpresa, del recuerdo agradecido de otro libro del mismo autor, del lanzamiento que llama imperiosamente.
Una nota casi al margen: en las librerías, y muy de joven, fui miembro también del club de los que de vez en cuando distraían ciertos ejemplares, los cuales, no se sabe en virtud de qué misterioso procedimiento, desembocaban bajo el abrigo o dentro de los pantalones. No conozco a nadie que se jacte de esos despistes de juventud. Pero este asunto requeriría otro artículo. Creo que ahora es más prudente orillarlo, no sin antes recomendar un precioso texto de Nuria Amat, El ladrón de libros.
Como me gustan casi todas las librerías, no puedo ser cliente de una sola, ni siquiera en mi ciudad. En este rubro del consumo me importa mucho ser un hombre sin ataduras ni obligaciones, aunque sólo sean morales o amistosas. No me apetece ser fijo del mismo lugar, por muchos descuentos o condiciones especiales de pago que propongan. Prefiero distribuir mi dinero sin compromisos, abierto al hallazgo en cualquier puesto, local u ocasión. Este llamado de la libertad se ha visto reforzado con la aparición de internet, junto a una fuerte ampliación de oportunidades. En las librerías la vida de los libros cada vez es más breve, y la red ayuda a prolongarla. En ella rescatamos títulos desaparecidos del circuito, esos que en su momento tal vez tuvimos en las manos pero desdeñamos, hasta que al tiempo la sugerencia de alguien, un comentario leído en algún lugar o el descubrimiento de otros libros del autor que sea nos hace rastrearlos sin dilación.
En algunos campos sí compruebo que el tiempo me ha transformado. En los primeros años, esos en los que me hacía con muchos más libros en la época estival, adquirí cientos de novelas policiacas a bajo precio. Fue la época de las maravillosas colecciones de bolsillo de Alianza (todo lo que antes había publicado Emecé en Argentina), Enlace y Bruguera. Pude recorrer gracias a ellas, y entre otros muchos nombres, a los clásicos del género: Hammet, Chandler, Thompson, Ross Mac Donald, Horace McCoy. Como también eran años de cinefilia desbocada, me dio fuerte por los libros sobre este séptimo arte. Con los años esa pasión de juventud se ha deslavado, pero antes se hundió la de comprar y leer libros sobre él. Otro ámbito en el cual tiempo ha que no gasto nada es el de la educación. En el trastero se arrinconan, junto a propuestas teórico-prácticas que intentaban guiarnos en la ilusionada senda de la nueva escuela, los métodos de Celestin Freinet que Laia vendió a los rojeras en los setenta y ochenta —juguetes rotos tras muchos años de ilusión—, y también un puñado de títulos publicados, en coedición con la misma editorial, por la revista Cuadernos de Pedagogía, faro y guía ella misma de nuestros afanes liberadores. Guardo, en fin, en rimeros de incómodo acceso muchos tratados o panfletos más o menos marxistas, leninistas, maoístas y de otras ramas teosóficas, comprados en la época en que amábamos tanto a la revolución. Por cierto que en 1982 me aconteció algo que, de puro azaroso e improbable, nadie se atrevería a insertar en ninguna ficción: en un terremoto que sufrió Pamplona de mediana magnitud cayó sobre mi cráneo poco privilegiado, desde lo más alto de un armario con estanterías, el célebre manual de Marta Harnecker Los conceptos elementales del materialismo histórico, fatigado y subrayado con denuedo en los setenta pero en los ochenta condenado al destierro de las alturas. Tal vez este accidente fuese un ardid de alguna suerte de justicia comunista en venganza por mi desviación.
Salvo en estos cuatro ámbitos, en los que ahora compro muy poco, mis intereses han permanecido sólidos y estables: filosofía –mucha en ciertos periodos—, literatura –siempre—, política e historia –a rachas—, ensayo –creciendo—. Una novedad relativa, tal vez producto de la edad, es que cada vez conquistan más baldas las memorias, biografías y diarios –cuanto más personales, e incluso íntimos, mejor— y los libros que salvan correspondencia entre políticos o escritores. Hay en la magnética atracción por este campo de la memoria personal una necesidad, primero, de satisfacer mi curiosidad por las vidas ajenas; pero anida también la esperanza, por suerte a veces satisfecha, de sacar ejemplos y contraejemplos útiles para mi propia existencia, de atisbar vidas paralelas, o muy poco paralelas, que despejen unos centímetros mi confusión existencial, o al menos me regalen el triste consuelo de la identificación dolorosa y sin consuelo.
Como señaló Nicholas Negroponte en su célebre Ser digital, mientras que los bytes de cualquier documento electrónico no tienen color ni tamaño ni peso, y pueden desplazarse a la velocidad de la luz, los libros están compuestos de átomos, y por tanto conforman una masa, como dice el gurú, “voluminosa, pesada e inerte”. Vaya, que ocupan mucho sitio —y que transportarlos en grandes cantidades machaca cualquier espalda—. En mi caso, y en lo que se refiere al espacio, por ahora voy solventando el problema. Parto desde luego de una premisa: quiero tener los libros cerca, en mi casa. Por suerte las circunstancias personales y económicas hasta ahora me lo han permitido. Nunca he querido alquilar un espacio donde guardar al menos una parte, una bajera o similar. Sólo nueve meses estuvieron mis amados libros, los que entonces tenía, en un guardamuebles, en el intervalo entre un viejo y un nuevo domicilio. Los eché mucho en falta, incluso debido a circunstancias profesionales en las cuales algunos me hubieran venido de perlas. Cuando los reencontré y pude darles estantería en la nueva casa, sentí un genuino placer.
Los libros están en todas las habitaciones excepto los cuartos de baño. Como dice un personaje de La casa de papel, la preciosa fábula sobre bibliópatas, más que bibliómanos, del uruguayo Carlos Domínguez, para tener libros en los baños sería preciso manejar sólo agua fría, y a eso no estoy (todavía) dispuesto. Me gustan las duchas largas y con el agua muy caliente. Pero, cuartos de baño aparte, los libros llevan camino de atestar todas las habitaciones, si bien aún hoy los mantengo más o menos a raya. Eso sí, ya se han hecho dueños de un cómodo sillón donde antes dormía la siesta, han vivido alguna temporada en el suelo o en otros sofás mientras esperaba nuevas estanterías, y en muchas de éstas he dispuesto dos filas —los de delante ocultan a los del fondo— y además aprovecho los resquicios en las pilas verticales para que sostengan otros libros dispuestos horizontalmente.
Mi biblioteca no posee grandes joyas si calculamos en términos de valor bibliológico o de cotización. Ajeno al fetichismo, de normal no pongo los ojos en blanco ante una primera edición o un libro dedicado por el autor, y menos frente a uno antiguo simplemente porque el tiempo le haya hecho esa jugada —aunque he disfrutado muchas veces de ejemplares de estas categorías; pero siempre en función del contenido—. No invierto en libros al estilo de un coleccionista de objetos formalmente raros y valiosos o de un comerciante previsor, no quisiera hacer nunca negocio con lo que tengo. Los libros son para leerlos, o para consultarlos o picotear entre sus líneas, y el aspecto que tengan es, en mi ánimo, secundario. Evidentemente hay rasgos, como la legibilidad, que con los años aprecio cada vez más. Y no soy inmune a la seducción de los buenos papeles, de una impresión que manche con exacta proporción, de una composición bella, equilibrada y armoniosa —o a lo mejor chocante y rupturista—, y no digamos a los detalles pequeños y casi inadvertidos que anuncian a los diseñadores con talento tipográfico y sentido de la disposición. Pero llevo demasiados años, por mi oficio, viendo libros que llaman la atención sólo por los aspectos formales, y nada o casi nada por su contenido, por el texto. Es más, he llegado al hartazgo con los libros objeto, las naderías en cartoné, plata y tela pero con textos de puntuación y sintaxis menesterosas, o tediosos a secas, o con los imperdonables dispendios en libros institucionales. En mi vida, y en la de ciertas almas afines, nos han golpeado y desvelado libros de cuerpo tan mal armado que las hojas se desprendían por culpa de un encolado chapucero, y que embutían los textos en cajas de márgenes disparatados, horrendos tipos de letra e interlineados mataojos. Pero eran textos de pobre continente pero con tanta energía en su interior que pasear con ellos en el bolsillo del abrigo era como transportar dinamita o un gas que liberado podía ocasionar graves trastornos. Ante esta potencia, qué poco pesa una primera edición con dedicatoria, muchas veces escrita formulariamente para un pelma o un desconocido a quien el autor no se pudo quitar de encima. ¿No es mejor una edición reciente, limpia, completa, aunque esté despojada de los falsos prestigios de la antigüedad? No, por mi parte, fetichismos, los justos. O, en todo caso, situemos esa pasión coleccionista, o de rastreo de libros objeto, en otra casilla, en una bien lejana de la que ocupa ese lector voraz al que conmociona el espíritu una frase, una revelación, una historia subyugadora, un argumento contundente y trabado con insuperable belleza.
Con estas premisas, no extrañará que tenga un notable número de libros de bolsillo, o que compre con delectación en ferias de viejo y ocasión en cualquier puesto, mercado o caseta. Bolsillo, novedades rebajadas, chollos, distintas ediciones saldadas del mismo título, libros que poseo pero pillo para regalar y compartir con gente querida..., y de tanto en tanto, por qué no, rarezas o joyitas descatalogadas. Los libros de bolsillo, en concreto, me parecen un invento magnífico. Con ellos he sido dichoso en mi casa en un sillón, con los pies en alto, pero también en salas de espera y estaciones de viaje. No voy a ningún lugar sin un libro, ni espero en una cita sin algo que echarme a la vista. Los libros de bolsillo, ligeros, toscos, que en invierno escondo en los fondos de una trenka o abrigo, me han obsequiado con ratos inolvidables en esos intervalos en los cuales uno no puede hacer nada mejor que leer, esos tiempos muertos en no-lugares en que, bendita limitación, una de dos: o se berrea con desafuero por el móvil o, creo que mucho más dignamente, se lee.
Compro muchos libros pero no logro saciar la sed. Siempre me saca varios cuerpos mi ansia de conocer, mi curiosidad por mil asuntos, autores o personajes, o por nuevas historias urdidas por creadores que me gritan desde los escaparates o las mesas de novedades. De manera que también soy usuario de las bibliotecas, esos sitios, como las librerías, donde la dicha tiene su trampolín y acicate. El servicio de préstamo me permite picotear por libros de los que tengo pocas referencias, o de los que no estoy seguro de su valor. Hace posible especialmente que me asome a novelas que, a estas alturas, cuando soy mucho más selectivo, es decir, un lector exigente y menos fascinado, no tengo ganas de comprar y guardar. Pero, por suerte, a veces un libro comenzado en préstamo me atrapa de tal modo que lo dejo y corro a comprarlo.
Los libros no se prestan. Prestar un libro es la vía más segura hacia su pérdida. Ciertamente, hay muchos lectores, la mayoría, que, como escribió C. S. Lewis, “nunca leen algo dos veces (...) La frase ‘Ya lo he leído’ es un argumento inapelable contra la lectura de un determinado libro”. Para ellos ese libro está muerto “como una cerilla quemada o un billete de tren utilizado”. No es extraño que esa clase de lectores presten, y que incluso hagan circular sus libros entre hermanas, amigos, cualquiera, o que no les importe desprenderse de ellos. Cualquier libro (una novela, de normal) ha dejado de tener ya el más mínimo interés, es algo liquidado. Pero hablo, claro es, de quienes tenemos otra relación con los libros (con determinados libros, por supuesto) y en general con la experiencia lectora. Y, entre esos, los más peligrosos son los semejantes, los heridos por la misma adicción. Con los años he aprendido a comprender a otros bibliómanos, y reconozco la mirada ávida y asesina del que pone los pies en casa y clava pronto sus ojos y sus manos justo en ese libro que andaba buscando, en ese ejemplar que anhela con premura. A esos hermanos en la enfermedad, nada de nada, polvorones en el desierto. Ahora bien, sí hay libros que hasta el más enfermo o posesivo presta, porque los tiene repetidos o porque su pérdida no le ocasionaría quebranto. Yo, por ejemplo, ya he dicho que puedo hacerme con varios ejemplares de un libro (es una forma de homenaje al recuerdo de su lectura), normalmente en saldos, que disfruto después regalando.
Los libros dicen mucho de su propietario, lo mismo que, por supuesto, no tener libros o exhibir sólo cuatro noveluchas o cinco mamotretos de los que regalaban las cajas de ahorro, también apunta a un rasgo muy relevante del que guarda tan magra posesión. Podríamos hablar largo y tendido sobre las falsas igualdades y los democratismos, la pérdida de la distinción entre el obligado respeto a las personas y el más rabioso desprecio por la banalidad y la estupidez, o de las diferencias, en una sociedad decente, entre la vulgaridad y la excelencia. Todos somos iguales ante la ley, pero no todo es lo mismo ni da igual. Pero, al margen de esta cuestión, que nos llevaría por senderos polémicos, creo, ubicándome en un terreno mucho menos conflictivo, que una biblioteca de varios miles de volúmenes anuncia, entre otras notas, a un propietario más bien sedentario. Y creo que hay un parentesco entre la lentitud, esa cualidad hoy reivindicada por ciertos grupos sociales incómodos en el mundo moderno, y la costumbre de leer, al menos cierto tipo de lectura. Las personas que viajan mucho, los nómadas, o sin más quienes cambian de domicilio a menudo, no suelen poseer grandes bibliotecas. En este mundo cada día más agitado y veloz, que entroniza el movimiento frenético y la novedad constante, quien ama los libros y los acumula y guarda y lee vive, casi de forma natural, con más lentitud, con la morosidad que impone ese particular fluir despacioso de la lectura. Soledad, silencio, calma, incluso pereza..., una constelación de inclinaciones hostiles al ruido, la prisa y la ansiedad, un modo de vida.
El que tiene miles de libros les ha perdido el miedo. “La gente verdaderamente culta es capaz de tener en su casa miles de libros que no ha leído, sin perder el aplomo, ni dejar de seguir comprando más”, escribe Gabriel Zaid. Son personas a las que no les importa acumular y no leer -aunque eso no significa ni remotamente que no lean—. Simplemente, comprar y leer son dos operaciones distintas. Ahora bien, el bibliómano que además es lector no tiene ninguna gana de dar el pego o alardear. “Tener a la vista libros no leídos es como girar cheques sin fondos: un fraude a las visitas”, dice el mismo Zaid. No, no. Creo más bien que “toda biblioteca personal es un proyecto de lectura” (José Gaos). Sólo que el empeño del lector bulímico se topa con la realidad, y el proyecto, fatalmente, queda, como el personaje de Italo Calvino, demediado. Vuelvo al maestro Zaid: “Después de leer miles de libros, no es un acto de fingida modestia [decir que no se ha leído nada]: es rigurosamente exacto. Pero ¿no es quizá eso, exactamente, socráticamente, lo que los muchos libros deberían enseñarnos? Ser ignorantes a sabiendas, con plena aceptación. Dejar de ser simplemente ignorantes, para llegar a ser ignorantes inteligentes”.
No todo es positivo en el afán acumulador. Por eso me gustaría terminar con dos notas tan personales como el resto del artículo y que me inclinan en ocasiones hacia la melancolía o el disgusto. La primera es que, de tanto en tanto, el comprador feroz, el poseedor de una nutrida y creciente biblioteca –yo mismo—, se nota invadido por una peligrosa mezcla de fatiga, desorientación y hastío. En esos desfallecimientos siente que la compulsión acumuladora conspira y pelea contra el placer lector. Ya he dicho que en la juventud cada libro era un objeto precioso al que dábamos dentelladas voraces, ciegas, un manjar raro y precioso, a veces pese a no entender buena parte. Ahora que acumulo en periodos muy cortos pilas y pilas de libros, la sobreabundancia provoca punzadas de ese cansancio que aqueja a quien de pronto, una tarde cualquiera, no sabe por dónde tirar, en qué volumen podrá encontrarse con la chispa que va a colmar su día, y mira sus tesoros, siquiera sea transitoriamente, con espíritu abotargado, empachado, como se mira extrañado y triste aquello que un día nos enamoró y hoy sólo provoca desasosiego o tibieza.
La segunda nota de inquietud brota de la relación entre leer y escribir, una relación compleja, dialéctica, fatal. El lector, casi siempre, acaba deslizándose, más pronto que tarde, hacia algún modo de escritura, por privada e informal que sea. Pero en mi experiencia la competencia lectora, y de normal la consiguiente atención puntillosa hacia la calidad de la escritura, son cualidades que conducen, en mayor o menor medida, a un nuevo estado de cosas que va en grave detrimento de la libertad lectora. Conozco excepciones admirables, lectores puros, personas sin compromisos, ágrafos, o gente que separa drásticamente su vida profesional y su experiencia lectora íntima, y que sólo leen al ritmo de sus apetencias libérrimas y tornadizas. Pero pertenezco al partido de los muchos a quienes los años han ido arrebatando libertad. Se lee en función de que se va a escribir algo, de que se va a dar una clase, porque se tiene en general una obligación, o porque alguien te ha pedido que leas lo suyo, te apetezca o no. Son, desgraciadamente, esos elementos o compromisos los que determinan las lecturas, que dejan de ser un acto dictado por el humor de cada día. Recuerdo que Miguel Sánchéz-Ostiz habló en una conferencia de que en este tiempo de su vida leía sólo los libros de los que tenía que pergeñar una recensión o comentario crítico para algún medio de comunicación. Yo, sin llegar a eso, ya no puedo dejarme conducir tampoco, casi nunca, por mi santas y soberanas ganas.
En fin, menos mal que exagero un poco. Todavía en ciertos días se abren huecos de serenidad, silencio y libertad en los cuales, rodeado de mis libros, picoteo de aquí y de allá, o simplemente me meto hasta el cuello en ese pozo de concentración y gusto que pertenece a otro mundo, a ese mundo aparte del que no quisiéramos salir entonces ni por todo el oro del mundo, a ese territorio o planeta aparte del que escribió Italo Calvino: “Pertenezco a esa parte de la humanidad –una minoría a escala planetaria pero creo que una mayoría entre mi público— que pasa gran parte de sus horas de vigilia en un mundo especial, en un mundo hecho de líneas horizontales en el que las palabras van una detrás de otra y en el que cada frase y cada punto y aparte ocupan su lugar debido: un mundo que puede ser muy rico, quizá incluso más rico que el no escrito, pero que, en cualquier caso, requiere cierto trato especial para situarse dentro de él. Cuando me aparto del mundo escrito para reencontrar mi lugar en el otro, en lo que solemos llamar el mundo, hecho de tres dimensiones, cinco sentidos y poblado por miles de millones de seres como nosotros, esto equivale para mí a repetir, cada vez, el trauma del nacimiento, a dar forma de realidad inteligible a un conjunto de sensaciones confusas y a elegir una estrategia para enfrentar lo inesperado sin que me destruya”. Exactamente.
2 comentarios:
Estimado editor:
me siento como en su casa.
atentamente
¿Tendrá sangre fría?
Es un privilegio gustar de la lectura no indiscrimindada pero casi, tener tiempo y sosiego, y vivir plácidamente con una legión libros elegidos primorosamente a lo largo de sosegadas e incontables visitas a las librerias de un sin fin de ciudades.
Es un privilegio, sí señor.
Pero tambien esto tiene su riesgo. Suponga que le dejan en una isla desierta y en la maleta sólo cabe media docena de títulos.
¿Qué haría? ¿Tendría clarividencia y sangre fría para seleccionar una selecta minoría entre la inmensidad de libros amigos? ¿No es demasiado lastre vital esa biblioteca entrañable para llegar al final, como mandan los cánones, casi desnudo, como los hijos de la mar?
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