El otro día Pedro Charro, buen amigo, traía a colación, en su comentario a mi entrada sobre las autobiografías arriesgadas e impúdicas, un libro, Pisando ceniza, que lleva algo más de un año en el mercado. Lo leí gracias a su recomendación al poco de que saliera y por su mención me he animado a releerlo. No quise el otro día hacer ningún listado exhaustivo, claro, de libros que encajaran en mis gustos en el género. Pero no cité este, además, porque es un libro más literario que memorialístico. Stepehn Vizinczey escribió que “la verdad completa sobre alguien o algo solo puede ser contada en una novela”. Creo que si donde Vizinczey escribe novela nosotros ponemos relatos, el enunciado del escritor húngaro es el que ha guiado la escritura de Pisando ceniza.
Eso, por supuesto, no quita ningún mérito al libro, bellísimo, cautivador. Sólo que el uso de los recuerdos del autor, Manuel Arroyo-Stephens, sobre algunas personas o situaciones está sujeto ante todo a exigencias de composición literaria, de reconstrucción libre y más o menos imaginativa o adornada de un ambiente, un clima moral, unos personajes, y menos a la voluntad de dar fe notarial de lo que aconteció. Armado con esa voluntad, el autor no tiene ninguna dificultad en cambiar u omitir nombres de personajes, inventar directamente las andanzas que le parezcan oportunas o incluso narrar, en el quinto de los relatos de Pisando ceniza, poniéndose en la piel, en la voz de uno de sus hermanos.
Manuel Arroyo podría haber escrito unas memorias muy extensas, porque sus andanzas profesionales y vitales dan para mucho, y ha conocido a gentes que hubieran alimentado un grueso volumen trufado de nombres de tronío, sabrosas anécdotas, encuentros gloriosos, líos y odios, ejercicios de supervivencia. El autor podría habernos contado, por ejemplo, sus andanzas como librero y grandísimo editor, o las de promotor discográfico, empresario o intermediario de mil negocios, o representante de toreros como Rafael de Paula o de cantantes como Chavela Vargas. Sin embargo, a sus setenta años ha escogido el camino de la reserva sobre sí mismo, y ha centrado sus esfuerzos en los demás, tomándose todas las libertades que le han parecido necesarias. Aunque, como dice al comienzo de su narración de los últimos tiempos de José Bergamín, y esto cabe extenderlo a los demás personajes de los que escribe, “a veces no he sabido si era de él o de mí sobre quien estaba escribiendo”. Y es verdad que, aquí y allá, Arroyo dice y sobre todo hace cosas que alumbran, al contacto con los protagonistas de las historias, datos decisivos sobre su idea de la amistad, la admiración, las relaciones familiares, la sagacidad y audacia comerciales, el papel de los libros en su vida, o la catástrofe vital del franquismo y la rabia que le explota ante lo que destrozó en España.
Entre los seis capítulos del libro, en esta nueva lectura han seguido atrapándome en especial los que para mí son más queridos, los tres primeros. El inicial, Un librero de viejo, parece una novela corta del mejor Baroja, con toques del Cela de La Colmena, llena de personajes que retratan un mundo y una época, la última del franquismo y la de la inicial incertidumbre posfranquista. Gentes del libro, tan esquivas como un gran librero de viejo, o tan modestas y esforzadas como ciertos artesanos eminentes u otros libreros poco boyantes; funcionarios corruptos a los que es preciso bailar el agua o sobornar para contrabandear títulos prohibidos por la dictadura, o bibliófilos de postín. Hay en este relato, todo un capítulo de la lucha por la vida al modo barojiano (y también de pelea por una cultura libre), piedad y fino humor al hablar de los libreros, encuadernadores e iluminadores, y sarcamo y desprecio al convocar a los sirvientes del poder.
En el segundo capítulo, Melancolía del torero, el autor rememora su entrada en el mundo taurino de la mano del escritor José Bergamín, una persona decisiva en su vida. Bergamín, entusiasta del toreo de Curro Romero y sobre todo del de Rafael de Paula, viajó con el autor a muchos lugares en los años setenta con la esperanza de contemplar faenas gloriosas de este último matador. Pero esas se producían sólo en algunas corridas, pocas. De Paula era “torero de una clase de toro muy especial”, y si en el lote que le tocaba no salía por el portón esa clase, no había nada que hacer. El diestro, sereno pero huidizo, soliviantaba al público y la bronca estaba servida. Así, con los recuerdos de esas andanzas, la pasión por la lidia, las relaciones de Arroyo y Bergamín con Rafael de Paula, la preparación editorial de La música callada del toreo, libro capital de Bergamín, la irrupción de Rafael Alberti en esas relaciones y un final de enorme potencia con otro torero, Antonio Ordóñez, de protagonista, Arroyo-Stephens compone una historia central en su formación personal, y también profesional, puesto que durante unos años, los más gloriosos de su carrera de matador, Arroyo fue el apoderado de Rafael de Paula —aunque el autor nos hurta las circunstancias en que llegó a cuajar tal relación entre ambos—.
José Bergamín, que ya había ocupado un lugar clave en ese relato, se convierte en el protagonista absoluto del tercero, Región luciente. Bergamín, harto de Madrid y de su clima político, vivió sus últimos exilios casi siempre sin dinero (y cuando lo tenía, presto a derrocharlo), cada vez más débil y enfermo, tan encogido y flaco que el viento parecía capaz de llevárselo, pero irreductible republicano hasta el último momento y feroz enemigo de la Transición. Bergamín se marchó primero a Fuenteheridos, en Huelva, y al final al País Vasco, donde publicaba en las publicaciones del entorno etarra, las únicas que aceptaban sus textos incendiarios sobre el momento político. Con esa travesía que culmina con su entierro en Fuenterrabía, su amigo Arroyo-Stephens escribe el capítulo más extenso y hondo de Pisando ceniza, el mejor, una pieza sobre la agonía del artista, al que el autor ayuda y acompaña con admirable fidelidad. Pero el retrato de Bergamín, emocionado y lleno de delicadeza, no esconde los desacuerdos políticos y de carácter entre el maestro y el discípulo, la personalidad difícil, orgullosa e indomable de Bergamín. ¿O no? ¿Era así el gran escritor, y decía lo que Arroyo transcribe en diálogos vibrantes entre los dos, o asistimos a una recreación libre e imaginativa de los primeros años ochenta, los del final de un anciano enfermo? No lo sé. Pero tiendo a pensar que, aun contando con que Arroyo haya introducido ficción en lo narrado, en ningún lugar de este libro es más aplicable la frase de Stephen Vizinczey que he citado al comienzo. Leemos las cien páginas de este extraordinario relato y creemos tocar la verdad profunda de una persona que se muere lenta y angustiosamente y de un amigo que lo acompaña.
El cuarto relato del libro, Palangana, es el más ficcional, sin duda, aunque en él Arroyo-Stephens se apoya en recuerdos reales o verosímiles del pueblo de la familia de su padre, Espinosa de los Monteros, que él llama siempre Berrueza, tomando la parte por el todo. Para mi gusto este relato es el menos atractivo. Maravillosamente escrito, y de un subgénero que me gusta de siempre, el de los hombres matando las horas en bares y repitiendo borrachos por enésima vez obviedades y gansadas, bromas y dardos biliosos, creo que a esta narración de unos tipos amargados y que a duras penas sobreviven sin futuro en un pueblo sojuzgado por el franquismo y la religión le falta algo para ser perfecta, para que nos enganche como las restantes —¿humor, algún gramo de verdadera originalidad, algún giro que añada densidad?—.
En los dos últimos relatos del libro, Manuel Arroyo vuelve la mirada a su familia, y en especial a su madre, la única con la que el autor siente poderosas afinidades. El padre es una figura semiausente que nunca hizo feliz a su mujer y que a los hijos sólo les provocaba hostilidad y desdén. Y respecto al resto de la familia, Arroyo escribe que “tampoco fue quedando con el tiempo mucho amor ni relación entre los hermanos, ni creo que a ninguno le hiciese falta ni le importase”.
En cambio, su irlandesa madre es libre (todo lo libre que se podía ser en el ámbito privado en el franquismo), poco convencional en sus juicios, sarcástica y con tendencia creciente a la misantropía. Ya desde joven supo enfrentarse a la familia de su marido, un clan gélido y henchido de delirios de grandeza. Y al llegar a la vejez su batalla principal es la de separar, en el cementerio del pueblo, a la familia que ella ha creado de la de su cónyuge. Un empeño en el que la secundan sus hijos. Además, al autor le une a su madre ser los dos “los únicos con sentido del humor”, un humor, explica, que “no consiste en contar cosas graciosas sino en una mezcla de sabiduría y carácter, de entender y vivir la vida con resignación y entereza, de no tomarse en serio a sí mismo, ni mucho menos a los demás, de ver el lado absurdo de las cosas sin sobresaltarse, de cultivar el desapego, de ser sencillo y natural además de comprensivo y paciente con los defectos de los demás, como éramos nosotros, en definitiva”. Esa poderosa comunión que crea el sentido del humor, sin embargo, no evita al protagonista (¿el autor?) escuchar el grave y muy dolorido reproche que ella le lanza en su vejez por no haberla acompañado más, por no haber estado más cerca de esa madre que lo necesitaba mucho más de lo que, siempre pudorosa en la expresión de los sentimientos, podía reclamar: “Te vas a arrepentir (…). Te va a doler no haberme hecho caso, no haber venido a verme más a menudo (…). Yo contaba contigo, que fueses mi apoyo en estos últimos años. (…) Te va a doler toda la vida no haberme hecho más caso estos últimos años, insistió con voz firme y dolida. Vas a tener remordimientos”. Y el lector piensa: ¿Hubo esos remordimientos? ¿Hay pena en él por lo que se echa en cara su madre, que desapareciera de su vida cuando ella lo necesitaba? No lo sabemos.
Su madre muere, en una agonía breve pero muy dura, en el relato magnífico con que se cierra el volumen. Y muere como ella quiere, atendida sólo por mujeres de absoluta confianza, sin querer ver a nadie más en esos días postreros. Con la misma reserva muere también el librero de viejo del primer capítulo, o José Bergamín en la soledad física buscada, únicamente con su hija cuidándole, o algunos de los aldeanos del relato Palangana, que no avisan a nadie de que la muerte les va a llegar inminentemente. La muerte pudorosa, casi escondida, es una constante de los protagonistas de este libro.
Al comienzo del relato sobre los últimos tiempos de Bergamín, escribe el narrador que “La memoria es triste porque su alimento es lo perdido”. Sobre la ceniza en que se han convertido tantas personas fallecidas es donde parece haberse escrito este libro invadido por la tristeza de las pérdidas, del recuerdo de quienes ya no están con el autor. Pero esa constatación no es una queja. Como escribe Arroyo-Stephens, en ella sólo hay “esa aceptación que enseñan la vejez y el sufrimiento”. Aunque, como añade a renglón seguido a propósito de Bergamín, “escribir sobre él fue mi manera de no perderlo del todo, de no permitir a la muerte que mate tanto como quisiera”. En esa hermosa y tal vez inútil batalla ha nacido este libro inolvidable.
el ángulo
Un ángulo me basta entre mis lares, un libro y un amigo, un sueño breve, que no perturben deudas ni pesares.
16 agosto 2016
01 agosto 2016
¿Pornografía sentimental?
Mientras andaba enfrascado, estas últimas semanas, con las grandes autoras estadounidenses de relatos del siglo XX, me ha dado tiempo para alternar, a ratos (no puedo leer muchos cuentos de una tacada, la disposición que exigen es distinta que la de una novela), con Adiós a una casa de muñecas, las memorias de Claire Bloom, una actriz inglesa de enorme altura que, además de interpretar en el teatro a gigantes como Shakespeare, Ibsen, Chéjov o Tennessee Williams, trabajó bastante en la televisión y en el cine, empezando por su gran actuación, de muy joven, en Candilejas, de Charles Chaplin. En estas memorias el peso fundamental se lo llevan sus andanzas sentimentales, que recorre sin ninguna floritura estilística pero con notable claridad. Amores y abandonos (con nombres y apellidos), decepciones, pasiones sexuales, errores, inseguridades, todo lo escruta Claire Bloom con agilidad y franqueza. Y con perplejidad y mucho dolor cuando aborda los años con su tercer marido, el novelista Philip Roth, al que dedica una parte fundamental de su memoria. Roth, un hombre atractivo y muy peligroso, seductor y manipulador, generoso a veces pero en general increíblemente mezquino y calculador en asuntos de dinero, hombre de reacciones explosivas y brutales, y de un egoísmo tan desnudo que Claire Bloom duda todavía, al escribir, si cabe endosar lo peor de su conducta a los desequilibrios mentales que Roth ha padecido en diversas épocas.
A punto de terminar las memorias de Claire Bloom leí en El Mundo que el filósofo Javier Gomá, a propósito de un texto cuya escritura brotó tras la muerte de su padre, advierte, por si acaso alguien espera otra cosa, que no le “interesa la literatura terapéutica, ni lo que llamo literatura maleducada que consiste en desnudar sentimientos e intimidades. No me interesa la pornografía sentimental”.
A mí esta opinión me suena a tontería, y en el mejor de los casos a simple preferencia que en sí tiene el mismo valor que mi juicio, hondamente sentido, de que el queso, ya desde su olor, es un alimento vomitivo, odioso. Lo único que me subleva en la manifestación de gustos de Gomá es que parece emitida con tono inapelable de autoridad filosófica, como si estuviéramos ante un dictamen objetivo. “Literatura maleducada”, “pornografía sentimental”… En fin, opiniones denigratorias, pareceres sin ningún fundamento superior.
Mis gustos son justamente los contrarios que los de Gomá. Las autobiografías y memorias que yo busco son, de entrada, las que Gomá desprecia. Me gusta el escritor (o la escritora, claro) que arriesga, que se desnuda, que habla claro, que escruta su vida sin velos pudorosos ni maniobras de ocultación, que, en suma, no tiene miedo a quedar mal ante el lector. Luego, el resultado tal vez sea decepcionante para los que leemos esa vida, porque entre los propósitos y el resultado puede mediar un abismo, y no basta con el impudor para escribir un gran libro, ni mucho menos. Pero, en principio, mis simpatías están decididamente del lado del valiente, del sincero e incluso indiscreto, del que convierte su vida en materia de disección sin anestesia. Incluso aunque su escritura produzca daños colaterales entre quienes el escritor fue encontrando en su existencia, empezando por su familia. Y es que, como escribe Simone de Beauvoir al comenzar La plenitud de la vida, “si un individuo se expone con sinceridad todo el mundo está más o menos en juego. Imposible encender la luz sobre su vida sin iluminar más o menos la de los demás”. Aunque sea para mostrar miserias de esos otros, por supuesto.
Esa es la actitud que admiro cuando alguien me cuenta su vida, o una parte de ella. Por eso en el último año, sin ir más lejos, he leído o releído, con fines docentes pero también por puro interés, entre otros muchos libros del género, las memorias de Doris Lessing, o el primer volumen de las de Castilla del Pino (el segundo es más diplomático en algunos asuntos íntimos, más “social”), o el diario tan minucioso de Christa Wolff, o los libros de Emmanuel Carrere, sobre todo Una novela rusa o De vidas ajenas, o las brutales memorias de Jesús Pardo, o el relato de Piedad Bonnett sobre el suicidio de su hijo, o el de Sergio del Molino sobre la muerte del suyo. Y ya estoy deseando sacar tiempo para dos volúmenes que prometen: Instrumental, de James Rhodes, un libro que no dejan de recomendarme muchas personas, o en septiembre El amor del revés, el relato de Luisgé Martín sobre su identidad sexual y los tormentos que le produjo durante varios años. Todos estos libros son muy distintos, incluso en resultados. Pero todos están escritos sin temor del autor a quedar mal. Son libros al margen, en mayor o menor medida, de los relatos llenos de silencios sobre cualquier asunto vidrioso, amables, complacientes, velados, insustanciales, bien educados, con que nos aburren o irritan tantos que relatan su vida.
Relatos bien educados, eso sí. Relatos que recuerdan, bien al contrario de las conversaciones directas y francas que son, en cierto modo, las buenas autobiografías, a las que, cuenta Borges en su relato Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, mantenía el padre del narrador con el ingeniero Ashe: Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Eso parece gustarles a los Gomá del mundo.
A punto de terminar las memorias de Claire Bloom leí en El Mundo que el filósofo Javier Gomá, a propósito de un texto cuya escritura brotó tras la muerte de su padre, advierte, por si acaso alguien espera otra cosa, que no le “interesa la literatura terapéutica, ni lo que llamo literatura maleducada que consiste en desnudar sentimientos e intimidades. No me interesa la pornografía sentimental”.
A mí esta opinión me suena a tontería, y en el mejor de los casos a simple preferencia que en sí tiene el mismo valor que mi juicio, hondamente sentido, de que el queso, ya desde su olor, es un alimento vomitivo, odioso. Lo único que me subleva en la manifestación de gustos de Gomá es que parece emitida con tono inapelable de autoridad filosófica, como si estuviéramos ante un dictamen objetivo. “Literatura maleducada”, “pornografía sentimental”… En fin, opiniones denigratorias, pareceres sin ningún fundamento superior.
Mis gustos son justamente los contrarios que los de Gomá. Las autobiografías y memorias que yo busco son, de entrada, las que Gomá desprecia. Me gusta el escritor (o la escritora, claro) que arriesga, que se desnuda, que habla claro, que escruta su vida sin velos pudorosos ni maniobras de ocultación, que, en suma, no tiene miedo a quedar mal ante el lector. Luego, el resultado tal vez sea decepcionante para los que leemos esa vida, porque entre los propósitos y el resultado puede mediar un abismo, y no basta con el impudor para escribir un gran libro, ni mucho menos. Pero, en principio, mis simpatías están decididamente del lado del valiente, del sincero e incluso indiscreto, del que convierte su vida en materia de disección sin anestesia. Incluso aunque su escritura produzca daños colaterales entre quienes el escritor fue encontrando en su existencia, empezando por su familia. Y es que, como escribe Simone de Beauvoir al comenzar La plenitud de la vida, “si un individuo se expone con sinceridad todo el mundo está más o menos en juego. Imposible encender la luz sobre su vida sin iluminar más o menos la de los demás”. Aunque sea para mostrar miserias de esos otros, por supuesto.
Esa es la actitud que admiro cuando alguien me cuenta su vida, o una parte de ella. Por eso en el último año, sin ir más lejos, he leído o releído, con fines docentes pero también por puro interés, entre otros muchos libros del género, las memorias de Doris Lessing, o el primer volumen de las de Castilla del Pino (el segundo es más diplomático en algunos asuntos íntimos, más “social”), o el diario tan minucioso de Christa Wolff, o los libros de Emmanuel Carrere, sobre todo Una novela rusa o De vidas ajenas, o las brutales memorias de Jesús Pardo, o el relato de Piedad Bonnett sobre el suicidio de su hijo, o el de Sergio del Molino sobre la muerte del suyo. Y ya estoy deseando sacar tiempo para dos volúmenes que prometen: Instrumental, de James Rhodes, un libro que no dejan de recomendarme muchas personas, o en septiembre El amor del revés, el relato de Luisgé Martín sobre su identidad sexual y los tormentos que le produjo durante varios años. Todos estos libros son muy distintos, incluso en resultados. Pero todos están escritos sin temor del autor a quedar mal. Son libros al margen, en mayor o menor medida, de los relatos llenos de silencios sobre cualquier asunto vidrioso, amables, complacientes, velados, insustanciales, bien educados, con que nos aburren o irritan tantos que relatan su vida.
Relatos bien educados, eso sí. Relatos que recuerdan, bien al contrario de las conversaciones directas y francas que son, en cierto modo, las buenas autobiografías, a las que, cuenta Borges en su relato Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, mantenía el padre del narrador con el ingeniero Ashe: Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Eso parece gustarles a los Gomá del mundo.
17 julio 2016
Los niños bomba, de Bea Cantero
Como anuncié en mi anterior entrada de este blog, hace una eternidad (¿quién me va a leer así, con tantos silencios?), en la biblioteca de Noáin, además de a Cristina Iribarren, escuché a Bea Cantero hablar sobre su primera novela publicada, Los niños bomba. Un novela en cierto modo política (aunque sin políticos ni negociaciones parlamentarias), fragmentaria, arriesgada, llena de acidez, que se quedó en mi mente y que ahora, en una relectura, me ha dado pie a pensar de nuevo en el catálogo incompleto pero relevante de estupideces, supercherías y malestares contemporáneos que la autora ha recopilado.
Los niños bomba concentra en un hospital sus distintas escenas, relativamente independientes aunque al tiempo cosidas por varios hilos, y muestra las reacciones de algunos pacientes ante su enfermedad, y frente a las terapias, pruebas y experimentos farmacológicos a que se ven sometidos. Pero si unimos todos los actores que aparecen y sus acciones en las varias escenas del libro podemos decir que el hospital funciona como metáfora del mundo de hoy, como un microcosmos en el que las conductas, coerciones, sumisiones y desobediencias son análogas a las que se producen en otros ámbitos de la realidad.
En ese hospital no sólo son relevantes los pacientes. También los médicos y el poder sanitario y político, así como los familiares y visitantes. Algunos de estos últimos la autora los convierte en turistas para quienes el sufrimiento de los demás es una nueva experiencia, una diversión emocionante, el programa de ocio visiting. Y habiendo entretenimiento, allí estarán las televisiones, que transmutan esa forma de voyeurismo turístico en un programa de telerrealidad. Hay también desempleados, como Teo y Nicolás, forzados, tras perder su trabajo, a servir de cobayas en pruebas con nuevos fármacos. Y comparecen artistas, como el llamado Irku, un tipo en el que es difícil distinguir entre la voluntad de revulsivo emocional y denuncia social de sus vídeos y fotografías y, cosa muy distinta, el aprovechamiento de la agonía y muerte de los demás para sus ansias de triunfo en el mercado del arte.
En un momento dado, el libro transita de la violencia simbólica que, bajo distintos ropajes, tiñe la vida del hospital, a la violencia ciega y brutal que provocan, allende el recinto sanitario, unos niños bomba que causan matanzas al hacer explotar la carga que llevan. No sabe el lector cuántos son, dónde actúan, o si forman parte de una organización o una red más amplia. Su presencia en el libro es lejana, difusa, como un elemento que actúa al fondo del paisaje (fuera de foco, como si dijéramos), y que los que pululan por el hospital ven en noticiarios. Pero lo que sucede con ellos, o lo que se rumorea sobre su acción, expande inquietud y miedo entre la población, parece el motivo perfecto para el consejo que ofrecía el siniestro vigilante de una viñeta de El Roto: Por su propia seguridad, permanezcan asustados. El libro termina con lo que tal vez hubiera podido ser un relato independiente: las páginas acerca de un grupo de jóvenes, miembros de los llamados Cascos blue, que han presenciado o provocado escenas de violencia de tal intensidad en conflictos bélicos como el de Afganistán que sufren traumas psíquicos indeterminados. ¿Mejorará su estado y podrán abandonar el hospital? ¿Hasta dónde llega su desequilibrio?
Habrá quien piense que Bea Cantero ha escrito la fábula de un horrible mundo futuro, una distopía, o al menos una dislocación expresionista en la que algunos episodios extremos se alejan de nuestra realidad, aunque tal vez la anuncien. Creo, sin embargo, que el hospital-mundo, o el hospital-bomba, como se le denomina en la contracubierta, dibuja un panorama que recuerda demasiado al nuestro. La diferencia entre la sociedad en que viven los protagonistas de Los niños bomba y la que conocemos hoy es mínima. El hospital-mundo de Los niños bomba ya está aquí. Modelos de acción y actitud como el pensamiento positivo u optimismo obligatorio son promovidos en nuestras sociedades modernas, y correlativamente hay una tendencia poderosa que estigmatiza y desprecia a quien se niega a transitar por esos modelos de pensar o sentir; la obsesión turística, que exacerba el consumo de lugares, en una compulsión banal y frenética de nuevas experiencias, ya no se detiene en nada, no conoce límites éticos; los programas de telerrealidad, que explotan la jugosa mercancía del dolor y la vejación, se parecen como dos gotas de agua a los que hoy emiten tantos canales; incluso los niños bomba, el elemento más llamativo de la historia, traen a la mente episodios cada vez más frecuentes en nuestras sociedades de terrorismo genérico, indiscriminado, brutal.
En Los niños bomba aparece, ya lo he dicho, el llamado pensamiento positivo, una especie de optimismo obligatorio que se va convirtiendo en un mecanismo muy extendido de digestión y aceptación de lo que nos sucede en cualquier orden de la vida. Marc, el personaje más poderoso del libro, no sólo es un ferviente convencido de que todo lo que le pasa, hasta lo más terrible, puede verse como una oportunidad de mejora y un ilusionante “reto” (asquerosa palabra). Él se niega a pensar o sentir nada que suene a derrotismo o rabia ante un problema o dolor, no quiere aceptar que las cosas vayan mal en ningún ámbito, y desprecia a quien no consigue enfrentar con ese ánimo optimista sus desgracias, a quien no puede o quiere evitar el lamento, la queja, la indignación ante algo que le ha sucedido. En la línea de Barbara Ehrenreich, autora del magnífico ensayo y reportaje Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo, la novela de Bea Cantero pone el acento, por una parte, en la vertiente coactiva y segregadora de ese positivismo forzado, y de otra en algo que también señala Ehrenreich y que Marc invoca como gran atractivo del programa de telerrealidad: la idea de que “misteriosamente, los pensamientos pueden tener una incidencia directa en el mundo real. De algún modo [para quienes creen en esto] los pensamientos negativos producen resultados negativos, mientras que los pensamientos positivos se materializan en forma de salud, prosperidad y éxito”. Así, el pensamiento positivo, unido tantas veces a la creencia casi religiosa en el poder de las llamadas energías y las vibraciones positivas, declara su capacidad de transformar y derrotar cualquier sufrimiento o problema que podamos tener.
Este conjunto de falacias y supersticiones ha acabado siendo, sin embargo, un modelo de autodisciplina emocional y social. Está muy bien que, en la medida de lo posible, mantengamos la alegría en la vida y que afrontemos la adversidad con serenidad y ganas de superarla. Pero también tenemos derecho a sentirnos tristes, indignados, pesimistas. ¡Y es completamente lógico, natural y hasta sensato y deseable en muchas ocasiones! El pensamiento positivo mutila el espectro emocional de los seres humanos y decreta la alegría y el optimismo como el único programa ante lo que nos acontezca. Sirve así ante todo para el autocontrol, la interiorización de actitudes que consiguen el mejor de los objetivos del poder, de cualquier poder: que aceptemos encantados nuestros problemas, nuestro sometimiento, y nos culpemos si no lo logramos, si no vivimos lo que nos pase, por cruel e injusto que sea, con una actitud alegre y conformista.
Menos mal que, junto a la aceptación alegre y “positiva” de lo que sucede, subsiste la resistencia. El mundo-bomba no es enteramente uniforme. Hay personajes que no comulgan con ruedas de molino, que no soportan los engaños, los timos del pensamiento positivo-mágico, la alegría bobalicona. Ahora bien, su insumisión es irónica, discreta, cautelosa, toda vez que el consenso social es una máquina apisonadora que soporta muy mal el descreímiento y la rabia. Hay que andarse con cuidado en la desobediencia, que a nuestro alrededor, y en el hospital-bomba, hay muchos representantes de ese férreo acuerdo en favor de la alegría, la positividad y la creencia en el poder de las energías. En todo caso, personajes como Jun o Teo abominan de la tendencia dominante y, cada uno a su manera, tratan de no ahogarse en la marea que quiere anular la libertad individual y las reacciones complejas, maduras y reivindicativas frente a lo que nos sucede.
Pero en conjunto no hay muchos motivos para el optimismo. Al comienzo del libro, la autora coloca una cita del antropólogo francés David Le Breton que diagnostica admirablemente buena parte de lo que desarrolla el libro: “La disolución mediática del mundo genera un ruido ensordecedor, una equiparación generalizada de lo banal y lo dramático que anestesia las opiniones y blinda las sensibilidades”. En el ruido mediático en que vivimos todo es equiparable, lo más terrible y lo más banal. Todas las opiniones, se dice, son respetables, tienen el mismo valor de verdad; incluso las más absurdas o estúpidas, con frecuencia, son las más resultonas en cualquier discusión, la cual conviene, en términos de audiencia y espectáculo, que se convierta en bronca y griterío. La ciencia y las seudociencias poseen en ese medio el mismo estatuto, y la idea de verdad, incluso las de rigor y falsabilidad, son una antigualla. Y el lenguaje no interesa que se utilice para nombrar con claridad. La ocultación, el eufemismo, la perífrasis, la cursilería blandengue en el decir crean una neolengua, un vehículo perfecto para la confusión, la mentira y, a la postre, manipulación. ¿Y qué decir de la sensiblidad? Los turistas del visiting, el turismo o merodeo por los lugares del dolor y la enfermedad, ¿qué sienten? ¿Curiosidad más o menos morbosa, leve compasión, alivio por no ser ellos los enfermos, o sencillamente nada, el tedio del turista estragado?
Los niños bomba, ya lo he dicho, es una novela que da fe de una sociedad profundamente estúpida y amenazante. Pero el esfuerzo, digamos, ideológico, aprovecha en este libro el vehículo de la ligereza, de una manera de decir irónica y oblicua. Así, el estilo de Los niños bomba tiene el cuidado en la pincelada, en la frase feliz y escueta, en el dibujo de los personajes y sus gestos, en la escena pequeña pero reveladora. Recursos estos que recuerdan más de una vez el cuidado en la elipsis y la sugerencia de los buenos relatos breves. Al mismo tiempo, Bea Cantero ha hecho un trabajo lingüístico muy cuidadoso, un esfuerzo que tiene que ver, creo, con su empeño a lo largo del libro en afirmar que en el lenguaje, y en la lucha contra las trampas y ocultaciones del lenguaje del poder y de la corrección política, hay una batalla política de la máxima importancia. Al reproducir y dinamitar muchos clichés lingüísticos hodiernos, muchas bobadas de la neolengua, muchos tópicos y eufemismos de circulación actual, consigue momentos de una rara sutileza, una finura que no excluye, todo lo contrario, la dureza ante lo que está aquí, o ante lo que se nos viene encima a toda velocidad. Por eso me ha interesado mucho Los niños bomba. Porque habla de hoy con ironía y cierta distancia, pero sin dejarnos olvidar que la gracia del asunto, de lo que acontece en nuestra sociedad, es una gracia que nos deja inquietos y helados.
Los niños bomba concentra en un hospital sus distintas escenas, relativamente independientes aunque al tiempo cosidas por varios hilos, y muestra las reacciones de algunos pacientes ante su enfermedad, y frente a las terapias, pruebas y experimentos farmacológicos a que se ven sometidos. Pero si unimos todos los actores que aparecen y sus acciones en las varias escenas del libro podemos decir que el hospital funciona como metáfora del mundo de hoy, como un microcosmos en el que las conductas, coerciones, sumisiones y desobediencias son análogas a las que se producen en otros ámbitos de la realidad.
En ese hospital no sólo son relevantes los pacientes. También los médicos y el poder sanitario y político, así como los familiares y visitantes. Algunos de estos últimos la autora los convierte en turistas para quienes el sufrimiento de los demás es una nueva experiencia, una diversión emocionante, el programa de ocio visiting. Y habiendo entretenimiento, allí estarán las televisiones, que transmutan esa forma de voyeurismo turístico en un programa de telerrealidad. Hay también desempleados, como Teo y Nicolás, forzados, tras perder su trabajo, a servir de cobayas en pruebas con nuevos fármacos. Y comparecen artistas, como el llamado Irku, un tipo en el que es difícil distinguir entre la voluntad de revulsivo emocional y denuncia social de sus vídeos y fotografías y, cosa muy distinta, el aprovechamiento de la agonía y muerte de los demás para sus ansias de triunfo en el mercado del arte.
En un momento dado, el libro transita de la violencia simbólica que, bajo distintos ropajes, tiñe la vida del hospital, a la violencia ciega y brutal que provocan, allende el recinto sanitario, unos niños bomba que causan matanzas al hacer explotar la carga que llevan. No sabe el lector cuántos son, dónde actúan, o si forman parte de una organización o una red más amplia. Su presencia en el libro es lejana, difusa, como un elemento que actúa al fondo del paisaje (fuera de foco, como si dijéramos), y que los que pululan por el hospital ven en noticiarios. Pero lo que sucede con ellos, o lo que se rumorea sobre su acción, expande inquietud y miedo entre la población, parece el motivo perfecto para el consejo que ofrecía el siniestro vigilante de una viñeta de El Roto: Por su propia seguridad, permanezcan asustados. El libro termina con lo que tal vez hubiera podido ser un relato independiente: las páginas acerca de un grupo de jóvenes, miembros de los llamados Cascos blue, que han presenciado o provocado escenas de violencia de tal intensidad en conflictos bélicos como el de Afganistán que sufren traumas psíquicos indeterminados. ¿Mejorará su estado y podrán abandonar el hospital? ¿Hasta dónde llega su desequilibrio?
Habrá quien piense que Bea Cantero ha escrito la fábula de un horrible mundo futuro, una distopía, o al menos una dislocación expresionista en la que algunos episodios extremos se alejan de nuestra realidad, aunque tal vez la anuncien. Creo, sin embargo, que el hospital-mundo, o el hospital-bomba, como se le denomina en la contracubierta, dibuja un panorama que recuerda demasiado al nuestro. La diferencia entre la sociedad en que viven los protagonistas de Los niños bomba y la que conocemos hoy es mínima. El hospital-mundo de Los niños bomba ya está aquí. Modelos de acción y actitud como el pensamiento positivo u optimismo obligatorio son promovidos en nuestras sociedades modernas, y correlativamente hay una tendencia poderosa que estigmatiza y desprecia a quien se niega a transitar por esos modelos de pensar o sentir; la obsesión turística, que exacerba el consumo de lugares, en una compulsión banal y frenética de nuevas experiencias, ya no se detiene en nada, no conoce límites éticos; los programas de telerrealidad, que explotan la jugosa mercancía del dolor y la vejación, se parecen como dos gotas de agua a los que hoy emiten tantos canales; incluso los niños bomba, el elemento más llamativo de la historia, traen a la mente episodios cada vez más frecuentes en nuestras sociedades de terrorismo genérico, indiscriminado, brutal.
En Los niños bomba aparece, ya lo he dicho, el llamado pensamiento positivo, una especie de optimismo obligatorio que se va convirtiendo en un mecanismo muy extendido de digestión y aceptación de lo que nos sucede en cualquier orden de la vida. Marc, el personaje más poderoso del libro, no sólo es un ferviente convencido de que todo lo que le pasa, hasta lo más terrible, puede verse como una oportunidad de mejora y un ilusionante “reto” (asquerosa palabra). Él se niega a pensar o sentir nada que suene a derrotismo o rabia ante un problema o dolor, no quiere aceptar que las cosas vayan mal en ningún ámbito, y desprecia a quien no consigue enfrentar con ese ánimo optimista sus desgracias, a quien no puede o quiere evitar el lamento, la queja, la indignación ante algo que le ha sucedido. En la línea de Barbara Ehrenreich, autora del magnífico ensayo y reportaje Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo, la novela de Bea Cantero pone el acento, por una parte, en la vertiente coactiva y segregadora de ese positivismo forzado, y de otra en algo que también señala Ehrenreich y que Marc invoca como gran atractivo del programa de telerrealidad: la idea de que “misteriosamente, los pensamientos pueden tener una incidencia directa en el mundo real. De algún modo [para quienes creen en esto] los pensamientos negativos producen resultados negativos, mientras que los pensamientos positivos se materializan en forma de salud, prosperidad y éxito”. Así, el pensamiento positivo, unido tantas veces a la creencia casi religiosa en el poder de las llamadas energías y las vibraciones positivas, declara su capacidad de transformar y derrotar cualquier sufrimiento o problema que podamos tener.
Este conjunto de falacias y supersticiones ha acabado siendo, sin embargo, un modelo de autodisciplina emocional y social. Está muy bien que, en la medida de lo posible, mantengamos la alegría en la vida y que afrontemos la adversidad con serenidad y ganas de superarla. Pero también tenemos derecho a sentirnos tristes, indignados, pesimistas. ¡Y es completamente lógico, natural y hasta sensato y deseable en muchas ocasiones! El pensamiento positivo mutila el espectro emocional de los seres humanos y decreta la alegría y el optimismo como el único programa ante lo que nos acontezca. Sirve así ante todo para el autocontrol, la interiorización de actitudes que consiguen el mejor de los objetivos del poder, de cualquier poder: que aceptemos encantados nuestros problemas, nuestro sometimiento, y nos culpemos si no lo logramos, si no vivimos lo que nos pase, por cruel e injusto que sea, con una actitud alegre y conformista.
Menos mal que, junto a la aceptación alegre y “positiva” de lo que sucede, subsiste la resistencia. El mundo-bomba no es enteramente uniforme. Hay personajes que no comulgan con ruedas de molino, que no soportan los engaños, los timos del pensamiento positivo-mágico, la alegría bobalicona. Ahora bien, su insumisión es irónica, discreta, cautelosa, toda vez que el consenso social es una máquina apisonadora que soporta muy mal el descreímiento y la rabia. Hay que andarse con cuidado en la desobediencia, que a nuestro alrededor, y en el hospital-bomba, hay muchos representantes de ese férreo acuerdo en favor de la alegría, la positividad y la creencia en el poder de las energías. En todo caso, personajes como Jun o Teo abominan de la tendencia dominante y, cada uno a su manera, tratan de no ahogarse en la marea que quiere anular la libertad individual y las reacciones complejas, maduras y reivindicativas frente a lo que nos sucede.
Pero en conjunto no hay muchos motivos para el optimismo. Al comienzo del libro, la autora coloca una cita del antropólogo francés David Le Breton que diagnostica admirablemente buena parte de lo que desarrolla el libro: “La disolución mediática del mundo genera un ruido ensordecedor, una equiparación generalizada de lo banal y lo dramático que anestesia las opiniones y blinda las sensibilidades”. En el ruido mediático en que vivimos todo es equiparable, lo más terrible y lo más banal. Todas las opiniones, se dice, son respetables, tienen el mismo valor de verdad; incluso las más absurdas o estúpidas, con frecuencia, son las más resultonas en cualquier discusión, la cual conviene, en términos de audiencia y espectáculo, que se convierta en bronca y griterío. La ciencia y las seudociencias poseen en ese medio el mismo estatuto, y la idea de verdad, incluso las de rigor y falsabilidad, son una antigualla. Y el lenguaje no interesa que se utilice para nombrar con claridad. La ocultación, el eufemismo, la perífrasis, la cursilería blandengue en el decir crean una neolengua, un vehículo perfecto para la confusión, la mentira y, a la postre, manipulación. ¿Y qué decir de la sensiblidad? Los turistas del visiting, el turismo o merodeo por los lugares del dolor y la enfermedad, ¿qué sienten? ¿Curiosidad más o menos morbosa, leve compasión, alivio por no ser ellos los enfermos, o sencillamente nada, el tedio del turista estragado?
Los niños bomba, ya lo he dicho, es una novela que da fe de una sociedad profundamente estúpida y amenazante. Pero el esfuerzo, digamos, ideológico, aprovecha en este libro el vehículo de la ligereza, de una manera de decir irónica y oblicua. Así, el estilo de Los niños bomba tiene el cuidado en la pincelada, en la frase feliz y escueta, en el dibujo de los personajes y sus gestos, en la escena pequeña pero reveladora. Recursos estos que recuerdan más de una vez el cuidado en la elipsis y la sugerencia de los buenos relatos breves. Al mismo tiempo, Bea Cantero ha hecho un trabajo lingüístico muy cuidadoso, un esfuerzo que tiene que ver, creo, con su empeño a lo largo del libro en afirmar que en el lenguaje, y en la lucha contra las trampas y ocultaciones del lenguaje del poder y de la corrección política, hay una batalla política de la máxima importancia. Al reproducir y dinamitar muchos clichés lingüísticos hodiernos, muchas bobadas de la neolengua, muchos tópicos y eufemismos de circulación actual, consigue momentos de una rara sutileza, una finura que no excluye, todo lo contrario, la dureza ante lo que está aquí, o ante lo que se nos viene encima a toda velocidad. Por eso me ha interesado mucho Los niños bomba. Porque habla de hoy con ironía y cierta distancia, pero sin dejarnos olvidar que la gracia del asunto, de lo que acontece en nuestra sociedad, es una gracia que nos deja inquietos y helados.
13 abril 2016
Una vida y otra, de Cristina Iribarren
A mediados de marzo me fui una tarde a la biblioteca de Noáin. Quería escuchar a dos escritoras de las que he leído en el último año sus primeros libros publicados, Bea Cantero y Cristina Iribarren. Era un martes de buena temperatura y tibia luz que se filtraba generosamente por los amplios ventanales de la estupenda casa de cultura que acoge a la biblioteca. Estábamos casi cien personas, un grupo atento y bien predispuesto. La mayoría, me pareció, conocía de sobra a Bea Cantero, entusiasta bibliotecaria de la localidad, aunque no sé si habían leído su novela, Los niños bomba. Las dos escritoras estaban muy nerviosas, y en alguonos momentos un tanto cohibidas. Pero valió la pena escucharlas, cada una de ellas analizando el libro de la otra. Y animado por lo que allí se dijo, me apetece escribir unas líneas sobre estos dos libros. Voy a comenzar por el de Cristina Iribarren, Una vida y otra (editorial Eunate).
Yo no conocía a la autora cuando, hace un año, una persona a la que aprecio mucho me pidió que acudiera a la presentación de Una vida y otra. Fui al acto con prevención, con el recelo del escaldado. En provincias se publican muchos libros en editoriales modestas que tienen grandes dificultades para lograr buenos lugares en las mesas de novedades o en los escaparates de las librerías. Son volúmenes en los que el escritor debe pagar al menos parte de lo que cuesta la edición. Y luego están los libros autoeditados, aquellos cuya edición ha abonado totalmente el autor, quien además debe publicitarlos y distribuirlos como pueda, por su cuenta y riesgo. Unos días yendo con su coche de librería en librería, otros tratando de que le dejen presentarlo en bibliotecas, bares o donde sea, a ver si hay quien se decida a comprarle un ejemplar. Pero lo peor es que hablamos de novelas o ensayos que el autor ha dado a la luz como le ha apetecido, al no haber existido el filtro de un editor competente. El resultado es que salen a la calle con frecuencia libros de bajísima calidad. Me ha tocado padecer muchos de ellos cuando todavía eran originales en premios literarios, o los he sacado de las bibliotecas, o he llegado a comprarlos, y casi siempre el desaliento ha inundado mi experiencia lectora.
Esa misma tarde, tras la breve presentación, prometedora pese a que Cristina Iribarren defendió el libro a la carrera, comida también entonces por los nervios, leí dos de sus cuentos en el autobús, de vuelta a casa. Y allí mismo, contrariando y disolviendo todos mis miedos y prejuicios, entendí que me encontraba ante una escritora de verdad, alguien que sabe contar con fuerza, emoción y pericia técnica. Un talento hecho y derecho, una autora que no parecía primeriza en absoluto —tal vez, no lo sé, porque tenga detrás muchos textos inéditos—.
Una vida y otra recoge veintiún cuentos de diversos tonos y enfoques, desde los que con cierta simplicidad podemos llamar realistas a aquellos que, aun poseyendo en su arranque una textura realista, incluso costumbrista, se abren a posibilidades fantásticas. Así, hay cuentos en los que irrumpen diversos modos de ruptura de lo real o habitual a partir de una exacerbación del absurdo, lo grotesco, lo siniestro. En algunos relatos esa textura fantástica no es más que el precipitado de obsesiones, fantasmas o delirios que pueblan y devoran a los protagonistas. En otros hay que contar con las premoniciones, o intuiciones, o simplemente con las visiones, que podríamos llamar sobrenaturales, que poseen o sufren personajes que captan en la realidad lo que a la mayoría le está vedado.
El título del libro, Una vida y otra, alberga varios sentidos. La distinción alude en primer lugar a lo que acabo de explicar: que hay una vida “real”, pero también otra en la que se producen hechos o reacciones que escapan a las explicaciones razonables o lógicas.
Pero hay historias en las cuales lo fundamental es la diferencia entre la vida exterior de los personajes, una vida socialmente reglada, “normal”, pacífica, y esa vida interior donde bullen traumas, angustias o rabias de alto voltaje que terminan aflorando con violencia, incluso en forma de suicidio, o con más frecuencia de asesinato o delito ejecutado resuelta o inevitablemente por sujetos hasta entonces tranquilos, apocados o pasivos, o por mujeres que dan salida a un mundo interior insufrible que habría estado colonizando y arruinando en silencio su vida más pública. Un mundo interior insoportable que a veces linda con la locura, o se interna en ella, lo que apunta a otro sentido del título del volumen: el que establece la frontera entre la vida cuerda y la que está devorada por desarreglos mentales, transitorios o no.
El salto a otros modos de percibir y sentir no siempre muestra un tinte tan negro. En la vida otra también se libera una energía desconocida hasta ese momento, pero euforizante. Quien da el salto a otras maneras de vivir descubre en sí mismo una fuerza alegre que le sorprende, aunque su transformación produzca resultados inasumibles bajo los parámetros morales o legales cotidianos. Cristina Iribarren ha imaginado algunos cuentos tenebrosos, de un humor tétrico, en los que vemos cómo en la vida otra se da rienda suelta a capacidades o instintos reprimidos que llevan a una madre a matar a su hijo para prevenir y cortar de raíz unas exigencias o caprichos infantiles que van a ir a más, o a una venerable anciana a descuartizar el cadáver de su marido con calma y método, o a un hombre de orden a descubrir que su desfalco de un desconocido inaugura una ruptura ilusionante en la aburrida existencia que llevaba. Un camino, todo hay que decirlo, de casi imposible vuelta atrás. Quien se adentra en cualquiera de los sentidos que la expresión vida otra adquiere en estos relatos bloquea casi siempre el camino de regreso a su vida anterior, la corriente y moliente.
Todas estas cuestiones, y muchas más que dejo de lado por no alargarme, las plasma la autora en unos relatos casi siempre magníficos, en una sucesión de historias que buscan explícitamente la emoción del lector, incluso su sacudida. Relatos, por cierto, que no pueden encuadrarse en la tendencia dominante de la cuentística moderna, en la contención, en el juego de sobreentendidos, en el pudor y la austeridad expresiva. Tengo la impresión de que hoy en día parece obligado —y esto lo digo también contra mí mismo, contra mis gustos literarios más profundos— que todos los escritores sigan la senda que abrió Chéjov, ese formidable camino que en la narrativa corta norteamericana ha dado tantos autores (y autoras) de extraordinario valor. La línea, por citar algunos nombres, que discurre de Hemingway a Salinger, Carver o Alice Munro, salvando las diferencias entre ellos que haya que salvar. La misma que muchos escritores siguen en otras lenguas, por ejemplo en castellano. Se olvida así que hay otras tradiciones, que Poe, o Maupassant, o Henry James, o Borges, o Rulfo, y tantos otros grandes, escribieron cuentos de otra manera, con otra estructura y libertades o barroquismos, en líneas de desarrollo que son tan válidas como la citada.
Y es que, simplificando al máximo, hay que recordar que Poe no era minimalista en sus inaugurales relatos, que hay modos de contar y conmocionar al lector mucho más “calientes”, a primera y a segunda vista. Modos que no lo fían todo a la sugerencia, a lo inexpresado, a la contención extrema, sino al poder de la narración, del lenguaje y la emoción. Cristina Iribarren, si quiere, sabe dejar muchos cabos sueltos (véase por ejemplo el relato En la carretera), sabe oscilar muy bien entre lo dicho y lo no dicho, claro que sí. Pero en la mayoría de sus cuentos, sean fantásticos o realistas, no se abandona a la levedad y el minimalismo en el contar. Al contrario. Con un lenguaje rico, preciso, lleno de recursos de toda clase, de metáforas e imágenes potentes, sus relatos tienen un tono vehemente, intenso, inflamado cuando aborda dolores íntimos y violentas explosiones. Un tono lingüístico que se corresponde con el catálogo de tremendas heridas que se quiere tapar en la vida “normal” pero acaban empujando a quienes las padecen a la vida otra. Espigando entre las historias, veremos que comparece, sin ir más lejos, la pavorosa soledad de una profesora humillada, o la obsesión de una mujer que se avergüenza de su asco a la maternidad, o la relación enfermiza y ambivalente de un marido atado a su alcohólica mujer. Y hay también, en un grado más alto en la escala del horror, relatos de niñas que sufren abusos sexuales o incluso la muerte, a partir de lo cual el mal acaba desencadenando nuevas devastaciones.
Entre los veintiún relatos del libro, es lógico que no todos me hayan gustado o interesado por igual. Pero sí me importa resaltar que en todos encuentro la solvencia y capacidad de impacto que hacen a este libro sobresaliente. Espero que la autora siga escribiendo y publicando, porque Una vida y otra es una carta de presentación poderosa e incitante que ojalá tenga muchos lectores. Y, en fin, ojalá que si Cristina Iribarren continúa publicando, lo que quisiera dar por hecho, podamos charlar sus admiradores con ella en encuentros en los que ya no le ganen la partida los nervios.
Yo no conocía a la autora cuando, hace un año, una persona a la que aprecio mucho me pidió que acudiera a la presentación de Una vida y otra. Fui al acto con prevención, con el recelo del escaldado. En provincias se publican muchos libros en editoriales modestas que tienen grandes dificultades para lograr buenos lugares en las mesas de novedades o en los escaparates de las librerías. Son volúmenes en los que el escritor debe pagar al menos parte de lo que cuesta la edición. Y luego están los libros autoeditados, aquellos cuya edición ha abonado totalmente el autor, quien además debe publicitarlos y distribuirlos como pueda, por su cuenta y riesgo. Unos días yendo con su coche de librería en librería, otros tratando de que le dejen presentarlo en bibliotecas, bares o donde sea, a ver si hay quien se decida a comprarle un ejemplar. Pero lo peor es que hablamos de novelas o ensayos que el autor ha dado a la luz como le ha apetecido, al no haber existido el filtro de un editor competente. El resultado es que salen a la calle con frecuencia libros de bajísima calidad. Me ha tocado padecer muchos de ellos cuando todavía eran originales en premios literarios, o los he sacado de las bibliotecas, o he llegado a comprarlos, y casi siempre el desaliento ha inundado mi experiencia lectora.
Esa misma tarde, tras la breve presentación, prometedora pese a que Cristina Iribarren defendió el libro a la carrera, comida también entonces por los nervios, leí dos de sus cuentos en el autobús, de vuelta a casa. Y allí mismo, contrariando y disolviendo todos mis miedos y prejuicios, entendí que me encontraba ante una escritora de verdad, alguien que sabe contar con fuerza, emoción y pericia técnica. Un talento hecho y derecho, una autora que no parecía primeriza en absoluto —tal vez, no lo sé, porque tenga detrás muchos textos inéditos—.
Una vida y otra recoge veintiún cuentos de diversos tonos y enfoques, desde los que con cierta simplicidad podemos llamar realistas a aquellos que, aun poseyendo en su arranque una textura realista, incluso costumbrista, se abren a posibilidades fantásticas. Así, hay cuentos en los que irrumpen diversos modos de ruptura de lo real o habitual a partir de una exacerbación del absurdo, lo grotesco, lo siniestro. En algunos relatos esa textura fantástica no es más que el precipitado de obsesiones, fantasmas o delirios que pueblan y devoran a los protagonistas. En otros hay que contar con las premoniciones, o intuiciones, o simplemente con las visiones, que podríamos llamar sobrenaturales, que poseen o sufren personajes que captan en la realidad lo que a la mayoría le está vedado.
El título del libro, Una vida y otra, alberga varios sentidos. La distinción alude en primer lugar a lo que acabo de explicar: que hay una vida “real”, pero también otra en la que se producen hechos o reacciones que escapan a las explicaciones razonables o lógicas.
Pero hay historias en las cuales lo fundamental es la diferencia entre la vida exterior de los personajes, una vida socialmente reglada, “normal”, pacífica, y esa vida interior donde bullen traumas, angustias o rabias de alto voltaje que terminan aflorando con violencia, incluso en forma de suicidio, o con más frecuencia de asesinato o delito ejecutado resuelta o inevitablemente por sujetos hasta entonces tranquilos, apocados o pasivos, o por mujeres que dan salida a un mundo interior insufrible que habría estado colonizando y arruinando en silencio su vida más pública. Un mundo interior insoportable que a veces linda con la locura, o se interna en ella, lo que apunta a otro sentido del título del volumen: el que establece la frontera entre la vida cuerda y la que está devorada por desarreglos mentales, transitorios o no.
El salto a otros modos de percibir y sentir no siempre muestra un tinte tan negro. En la vida otra también se libera una energía desconocida hasta ese momento, pero euforizante. Quien da el salto a otras maneras de vivir descubre en sí mismo una fuerza alegre que le sorprende, aunque su transformación produzca resultados inasumibles bajo los parámetros morales o legales cotidianos. Cristina Iribarren ha imaginado algunos cuentos tenebrosos, de un humor tétrico, en los que vemos cómo en la vida otra se da rienda suelta a capacidades o instintos reprimidos que llevan a una madre a matar a su hijo para prevenir y cortar de raíz unas exigencias o caprichos infantiles que van a ir a más, o a una venerable anciana a descuartizar el cadáver de su marido con calma y método, o a un hombre de orden a descubrir que su desfalco de un desconocido inaugura una ruptura ilusionante en la aburrida existencia que llevaba. Un camino, todo hay que decirlo, de casi imposible vuelta atrás. Quien se adentra en cualquiera de los sentidos que la expresión vida otra adquiere en estos relatos bloquea casi siempre el camino de regreso a su vida anterior, la corriente y moliente.
Todas estas cuestiones, y muchas más que dejo de lado por no alargarme, las plasma la autora en unos relatos casi siempre magníficos, en una sucesión de historias que buscan explícitamente la emoción del lector, incluso su sacudida. Relatos, por cierto, que no pueden encuadrarse en la tendencia dominante de la cuentística moderna, en la contención, en el juego de sobreentendidos, en el pudor y la austeridad expresiva. Tengo la impresión de que hoy en día parece obligado —y esto lo digo también contra mí mismo, contra mis gustos literarios más profundos— que todos los escritores sigan la senda que abrió Chéjov, ese formidable camino que en la narrativa corta norteamericana ha dado tantos autores (y autoras) de extraordinario valor. La línea, por citar algunos nombres, que discurre de Hemingway a Salinger, Carver o Alice Munro, salvando las diferencias entre ellos que haya que salvar. La misma que muchos escritores siguen en otras lenguas, por ejemplo en castellano. Se olvida así que hay otras tradiciones, que Poe, o Maupassant, o Henry James, o Borges, o Rulfo, y tantos otros grandes, escribieron cuentos de otra manera, con otra estructura y libertades o barroquismos, en líneas de desarrollo que son tan válidas como la citada.
Y es que, simplificando al máximo, hay que recordar que Poe no era minimalista en sus inaugurales relatos, que hay modos de contar y conmocionar al lector mucho más “calientes”, a primera y a segunda vista. Modos que no lo fían todo a la sugerencia, a lo inexpresado, a la contención extrema, sino al poder de la narración, del lenguaje y la emoción. Cristina Iribarren, si quiere, sabe dejar muchos cabos sueltos (véase por ejemplo el relato En la carretera), sabe oscilar muy bien entre lo dicho y lo no dicho, claro que sí. Pero en la mayoría de sus cuentos, sean fantásticos o realistas, no se abandona a la levedad y el minimalismo en el contar. Al contrario. Con un lenguaje rico, preciso, lleno de recursos de toda clase, de metáforas e imágenes potentes, sus relatos tienen un tono vehemente, intenso, inflamado cuando aborda dolores íntimos y violentas explosiones. Un tono lingüístico que se corresponde con el catálogo de tremendas heridas que se quiere tapar en la vida “normal” pero acaban empujando a quienes las padecen a la vida otra. Espigando entre las historias, veremos que comparece, sin ir más lejos, la pavorosa soledad de una profesora humillada, o la obsesión de una mujer que se avergüenza de su asco a la maternidad, o la relación enfermiza y ambivalente de un marido atado a su alcohólica mujer. Y hay también, en un grado más alto en la escala del horror, relatos de niñas que sufren abusos sexuales o incluso la muerte, a partir de lo cual el mal acaba desencadenando nuevas devastaciones.
Entre los veintiún relatos del libro, es lógico que no todos me hayan gustado o interesado por igual. Pero sí me importa resaltar que en todos encuentro la solvencia y capacidad de impacto que hacen a este libro sobresaliente. Espero que la autora siga escribiendo y publicando, porque Una vida y otra es una carta de presentación poderosa e incitante que ojalá tenga muchos lectores. Y, en fin, ojalá que si Cristina Iribarren continúa publicando, lo que quisiera dar por hecho, podamos charlar sus admiradores con ella en encuentros en los que ya no le ganen la partida los nervios.
04 abril 2016
Los relatos de Juliet, de Alice Munro
El otro día leí que la última película de Pedro Almodóvar, Julieta, que se estrena este viernes 8 de abril, se apoya en tres relatos de Alice Munro, Destino, Pronto y Silencio, incluidos en su libro Escapada. A estas alturas sigo poco el cine de Almodóvar, pero leer la noticia bastó para llevarme de nuevo, como arrebatado, a la relectura lenta y gozosa de esos cuentos, y ya de paso de casi todos los del libro. Los recordaba bien, o al menos eso pensaba, pero volver a ellos me ha permitido fijarme en detalles que se me escaparon en lecturas anteriores. Y sobre todo he vuelto a admirar la manera de contar de Munro, ese modo pudoroso y en ocasiones lleno de misterio que es marca de la casa.
Alice Munro es fácil de leer, seguir sus historias no ofrece de entrada dificultad. Pero siempre hay en ellas vacíos, oquedades, incluso momentos o frases de oscuro sentido que reclaman el esfuerzo del lector para entender las situaciones en toda su magnitud. La escritora las despliega y los lectores (y lectoras, claro) deben completar el cuadro de las emociones, deducir cuáles son las corrientes que se establecen entre los personajes. En ningún momento, y ya planteada la situación, la subraya Alice Munro con explicaciones innecesarias. Será el lector, en todo caso, el que, si quiere, sacará del cuadro descrito las consecuencias.
La contención, la preocupación obsesiva por no caer en la obviedad o la redundancia, o en el énfasis y el dramatismo, esa forma de narrar que deja espacio al silencio y a la indeterminación, es característica de su estilo. Y son relatos, quiero subrayarlo, de mujer, en los que encuentro una marca de escritura femenina muy poderosa, historias con un un tono, un pudor y contención, incluso unas elecciones lingüísticas, que conforman, me parece, esa impronta. Lo más alejado, por decirlo pronto, y en un contraste que admito demasiado simple, de la escritura bronca, violenta, deslenguada, procaz, brutal de tantos autores contemporáneos.
Canadá no es en la obra de Alice Munro ni el país rico, muy desarrollado y democrático que ha cristalizado en nuestra imaginación contemporánea, ni el país de las grandes ciudades como Montreal o Toronto; pero tampoco el país de inmensos y casi deshabitados espacios abiertos de las tierras del norte. Alice Munro ubica sus cuentos normalmente en el ámbito semirrural de ciertas regiones de su gran provincia, Ontario, un ámbito en el que todavía en los años cincuenta o sesenta, tiempos en los que transcurren muchos de ellos, se trabajaba duramente para sobrevivir y la falta de lujos, la austeridad y la pobreza iban acompañadas de una intensa vivencia religiosa y un férreo conservadurismo en las costumbres.
En ese marco, sin embargo, los personajes de estos tres cuentos no son exactamente representativos. Juliet, la protagonista de los tres, es hija de un buen docente, liberal y renovador, y representa otros valores, otra manera de vivir, caracterizada por su pasión por la cultura clásica, una mente muy abierta y el desdén por la religión y el matrimonio. Pero no es fácil vivir contra la corriente sin sufrir daños, y a Juliet, irónicamente, el golpe mayor de su vida, la reacción más cruda contra sus ideas y su modo de vida la golpeará desde el lugar sentimental que más puede descolocarla, de donde menos se lo esperaba.
Los tres relatos nos hablan de Juliet en distintos momentos de su vida. En Destino, el primero de ellos, es una joven bella, estudiosa brillante de la cultura clásica griega y latina, pero también insegura, torpe y de interior tumultuoso. Impactada por un suceso trágico del que se cree causante, conoce en un tren, en ese estado de fragilidad emocional, a un hombre con quien compartirá unas horas de abandono, confidencias e intimidad que le darán la energía precisa para decidirse a dar un volantazo a su vida. Hay en ella entonces, en esa juventud de una mujer atractiva y titubeante, la valentía y el punto de inconsciencia que se necesitan para irrumpir en una situación consolidada y voltearla, aunque se dañe a otras personas.
En el segundo relato, Pronto, el más perfecto y sutil de los tres, Juliet ya tiene veinticinco años. Visita a sus padres, tras mucho tiempo sin verlos, y encuentra una situación compleja y doliente que no comprende en todos sus extremos, un cúmulo de conflictos de cada miembro de su familia ante el que reacciona con un injusto despego. Y es que Juliet es entonces una madre joven y una enamorada ferviente de su pareja, muy encerrada en su propia situación e incapaz de la apertura, la compasión y el amor que la situación de sus padres requiere. Y hay ocasiones en la vida en que pronto va a ser demasiado tarde, como no tardará en comprobar al final de este mismo relato.
Por último, Silencio, que arranca cuando Juliet ya camina mediando por la cuarentena y hace siete años que perdió al amor de su vida, es un cuento que abarca muchos años, en los que vemos cómo la protagonista pagará un precio muy oneroso por haber sido como decidió ser (y lo digo con cierta oscuridad porque no quiero estropear la lectura a quienes no conozcan la historia). No es que Alice Munro juzgue moralmente a su protagonista; es sólo que Juliet sufrirá un manotazo del destino que pesará sobre ella el resto de su existencia y que, de algún modo (¿o no?, caben muchas explicaciones), ha llegado por las ideas y relaciones que eligió anteriormente. Eso al menos tenderá a pensar ella. Lo más duro del castigo será el silencio, la ausencia de explicación para lo que acontece, ese silencio enigmático que dejará tantos elementos de su vida en el aire, sin un reposo en forma de respuesta que calme su incertidumbre.
¿Hay una cadena del dolor en la vida, es inevitable que comencemos causándolo y que luego lo recibamos de quienes nos suceden? ¿Es inevitable que seamos injustos por torpeza e inmadurez, y que después paguemos un precio más o menos elevado? ¿Hasta qué punto unas ideas, por razonadas y justas que nos parezcan, no acaban produciendo en quienes vienen tras nosotros el rechazo, el efecto contrario al previsto? Estas y otras preguntas quedan flotando cuando leemos la historia de Juliet y nos embarga, particularmente en el último relato, la desazón por la manera en que debe convivir con el silencio y el dolor de la separación nunca resuelta.
Eso sí: la vida desafía cualquier esquema cerrado de causas y efectos, es siempre más abierta e indeterminada. Y Juliet, por desconcertada y sola que se haya quedado, sigue viviendo, buscando, cambiando de casa y de ciudad y de trabajo, enamorándose y desenamorándose, leyendo mucho y disfrutando con ello. Podemos estar heridos interiormente, parece decirnos esta historia, pero seguimos adelante y sólo la muerte liquidará nuestra pelea.
Por lo que he leído, a Pedro Almodóvar le impactó especialmente este último relato, Silencio. No me sorprende. Sin ser el mejor, perturba al lector y lo inunda del desasosiego que causa la falta de explicaciones. Y la manera en que la historia avanza, el paso de los años que van convirtiendo simplemente a Juliet en una mujer mayor y solitaria que se aleja y difumina en el horizonte de su existencia, deja en nosotros sequedad e insatisfacción.
Pero al mismo tiempo hemos aprendido algo muy valioso. En otro relato espléndido de Alice Munro, Los muebles de la familia, autobiográfico e incluido en su libro Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, dice la escritora que el trabajo que quería hacer cuando en su juventud pugnaba por escribir era “más parecido a asir algo en el aire que a construir historias”. Atrapar algo en el aire, agarrar y mostrar el núcleo escondido y esencial de una experiencia, esos sentimientos que nos dominan y llevamos bien escondidos, lo que queremos hacer frente a lo que en verdad hacemos, a veces zarandeados por el azar. El significado de una vida… En esas cosas pienso mientras sigo dando vueltas a estos cuentos inagotables.
Alice Munro es fácil de leer, seguir sus historias no ofrece de entrada dificultad. Pero siempre hay en ellas vacíos, oquedades, incluso momentos o frases de oscuro sentido que reclaman el esfuerzo del lector para entender las situaciones en toda su magnitud. La escritora las despliega y los lectores (y lectoras, claro) deben completar el cuadro de las emociones, deducir cuáles son las corrientes que se establecen entre los personajes. En ningún momento, y ya planteada la situación, la subraya Alice Munro con explicaciones innecesarias. Será el lector, en todo caso, el que, si quiere, sacará del cuadro descrito las consecuencias.
La contención, la preocupación obsesiva por no caer en la obviedad o la redundancia, o en el énfasis y el dramatismo, esa forma de narrar que deja espacio al silencio y a la indeterminación, es característica de su estilo. Y son relatos, quiero subrayarlo, de mujer, en los que encuentro una marca de escritura femenina muy poderosa, historias con un un tono, un pudor y contención, incluso unas elecciones lingüísticas, que conforman, me parece, esa impronta. Lo más alejado, por decirlo pronto, y en un contraste que admito demasiado simple, de la escritura bronca, violenta, deslenguada, procaz, brutal de tantos autores contemporáneos.
Canadá no es en la obra de Alice Munro ni el país rico, muy desarrollado y democrático que ha cristalizado en nuestra imaginación contemporánea, ni el país de las grandes ciudades como Montreal o Toronto; pero tampoco el país de inmensos y casi deshabitados espacios abiertos de las tierras del norte. Alice Munro ubica sus cuentos normalmente en el ámbito semirrural de ciertas regiones de su gran provincia, Ontario, un ámbito en el que todavía en los años cincuenta o sesenta, tiempos en los que transcurren muchos de ellos, se trabajaba duramente para sobrevivir y la falta de lujos, la austeridad y la pobreza iban acompañadas de una intensa vivencia religiosa y un férreo conservadurismo en las costumbres.
En ese marco, sin embargo, los personajes de estos tres cuentos no son exactamente representativos. Juliet, la protagonista de los tres, es hija de un buen docente, liberal y renovador, y representa otros valores, otra manera de vivir, caracterizada por su pasión por la cultura clásica, una mente muy abierta y el desdén por la religión y el matrimonio. Pero no es fácil vivir contra la corriente sin sufrir daños, y a Juliet, irónicamente, el golpe mayor de su vida, la reacción más cruda contra sus ideas y su modo de vida la golpeará desde el lugar sentimental que más puede descolocarla, de donde menos se lo esperaba.
Los tres relatos nos hablan de Juliet en distintos momentos de su vida. En Destino, el primero de ellos, es una joven bella, estudiosa brillante de la cultura clásica griega y latina, pero también insegura, torpe y de interior tumultuoso. Impactada por un suceso trágico del que se cree causante, conoce en un tren, en ese estado de fragilidad emocional, a un hombre con quien compartirá unas horas de abandono, confidencias e intimidad que le darán la energía precisa para decidirse a dar un volantazo a su vida. Hay en ella entonces, en esa juventud de una mujer atractiva y titubeante, la valentía y el punto de inconsciencia que se necesitan para irrumpir en una situación consolidada y voltearla, aunque se dañe a otras personas.
En el segundo relato, Pronto, el más perfecto y sutil de los tres, Juliet ya tiene veinticinco años. Visita a sus padres, tras mucho tiempo sin verlos, y encuentra una situación compleja y doliente que no comprende en todos sus extremos, un cúmulo de conflictos de cada miembro de su familia ante el que reacciona con un injusto despego. Y es que Juliet es entonces una madre joven y una enamorada ferviente de su pareja, muy encerrada en su propia situación e incapaz de la apertura, la compasión y el amor que la situación de sus padres requiere. Y hay ocasiones en la vida en que pronto va a ser demasiado tarde, como no tardará en comprobar al final de este mismo relato.
Por último, Silencio, que arranca cuando Juliet ya camina mediando por la cuarentena y hace siete años que perdió al amor de su vida, es un cuento que abarca muchos años, en los que vemos cómo la protagonista pagará un precio muy oneroso por haber sido como decidió ser (y lo digo con cierta oscuridad porque no quiero estropear la lectura a quienes no conozcan la historia). No es que Alice Munro juzgue moralmente a su protagonista; es sólo que Juliet sufrirá un manotazo del destino que pesará sobre ella el resto de su existencia y que, de algún modo (¿o no?, caben muchas explicaciones), ha llegado por las ideas y relaciones que eligió anteriormente. Eso al menos tenderá a pensar ella. Lo más duro del castigo será el silencio, la ausencia de explicación para lo que acontece, ese silencio enigmático que dejará tantos elementos de su vida en el aire, sin un reposo en forma de respuesta que calme su incertidumbre.
¿Hay una cadena del dolor en la vida, es inevitable que comencemos causándolo y que luego lo recibamos de quienes nos suceden? ¿Es inevitable que seamos injustos por torpeza e inmadurez, y que después paguemos un precio más o menos elevado? ¿Hasta qué punto unas ideas, por razonadas y justas que nos parezcan, no acaban produciendo en quienes vienen tras nosotros el rechazo, el efecto contrario al previsto? Estas y otras preguntas quedan flotando cuando leemos la historia de Juliet y nos embarga, particularmente en el último relato, la desazón por la manera en que debe convivir con el silencio y el dolor de la separación nunca resuelta.
Eso sí: la vida desafía cualquier esquema cerrado de causas y efectos, es siempre más abierta e indeterminada. Y Juliet, por desconcertada y sola que se haya quedado, sigue viviendo, buscando, cambiando de casa y de ciudad y de trabajo, enamorándose y desenamorándose, leyendo mucho y disfrutando con ello. Podemos estar heridos interiormente, parece decirnos esta historia, pero seguimos adelante y sólo la muerte liquidará nuestra pelea.
Por lo que he leído, a Pedro Almodóvar le impactó especialmente este último relato, Silencio. No me sorprende. Sin ser el mejor, perturba al lector y lo inunda del desasosiego que causa la falta de explicaciones. Y la manera en que la historia avanza, el paso de los años que van convirtiendo simplemente a Juliet en una mujer mayor y solitaria que se aleja y difumina en el horizonte de su existencia, deja en nosotros sequedad e insatisfacción.
Pero al mismo tiempo hemos aprendido algo muy valioso. En otro relato espléndido de Alice Munro, Los muebles de la familia, autobiográfico e incluido en su libro Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, dice la escritora que el trabajo que quería hacer cuando en su juventud pugnaba por escribir era “más parecido a asir algo en el aire que a construir historias”. Atrapar algo en el aire, agarrar y mostrar el núcleo escondido y esencial de una experiencia, esos sentimientos que nos dominan y llevamos bien escondidos, lo que queremos hacer frente a lo que en verdad hacemos, a veces zarandeados por el azar. El significado de una vida… En esas cosas pienso mientras sigo dando vueltas a estos cuentos inagotables.
16 marzo 2016
Doris Lessing y La otra crónica (LOC)
En los últimos meses he estado enfrascado en la lectura o relectura de autobiografías, memorias y diarios más o menos íntimos. Y entre el conjunto de libracos disfrutados (recapitulando su vida, hay autores que suman más de mil y más de dos mil páginas), se encuentran los dos volúmenes de memorias de Doris Lessing, Dentro de mí y Un paseo por la sombra, unas memorias magníficas que ya me atraparon hace unos años. El mejor de los libros, Dentro de mí, cuenta los años de infancia y juventud de la autora, desde su nacimiento en 1919 en Persia hasta que en 1949, a sus treinta años, consigue los medios para abandonar Rodesia del Sur (desde 1979 la independiente Zimbaue) y comenzar a vivir de la literatura en Londres, donde enseguida publicará su primera novela, Canta la hierba.
Las memorias de Lessing son de una franqueza poco habitual, hasta el punto de que en muchos momentos crean el efecto de una larga conversación, incluso un poco desordenada pero siempre sabrosa, que la escritora hubiera mantenido con amigos en largas veladas llenas de confidencias y reflexiones de largo alcance. Franqueza, en primer lugar, al narrar el fracaso familiar, con un padre enfermo que nunca logró sacar adelante su granja y una madre dominante y culpabilizadora, en perpetua frustración y queja, que siempre alimentó en su hija poderosos sentimientos de dolor, rabia y mala conciencia. En segundo lugar, Doris Lessing escribe con pocos tapujos e indulgencia sobre su vida sentimental y sexual, la de una mujer que afirma sin rubor sus deseos pero acumula bastantes decepciones con sus amantes; están además sus matrimonios sin amor y su malísima adaptación al papel de esposa y madre, hasta el extremo de que a sus dos primeros hijos los dejó muy pronto en manos de la familia de su primer marido, y sólo crió al tercero, al que tuvo con el segundo esposo, Gotfried Lessing, a quien también abandonó cuando ella, sola con el niño, se fue de Rodesia del Sur. En tercer lugar, Doris Lessing dedica muchas páginas en los dos volúmenes a su actividad política, marcada por una adhesión temprana al comunismo que, si bien duró sólo unos diez años, determinó sus reflexiones políticas mucho tiempo después, hasta el punto de que Coetzee, el gran escritor sudafricano, ha escrito que los dos grandes temas de la vida de Lessing fueron la relación con su madre y la continua revisión de los motivos por los que ella, y tantas otras personas, pudieron creer en el comunismo y cerrar los ojos a la barbarie que trajo consigo.
Hay más, mucho más, en las memorias de la escritora, por ejemplo sobre su educación formal e informal, el colonialismo, la escritura y los escritores, o sobre el benéfico papel del sufismo en su vida a partir de los cuarenta años. En todo caso, el lector se asoma a esta revisión vital de Doris Lessing y encuentra material más que suficiente como para engancharse y desatar la reflexión acerca de su propia vida, en un juego de espejos muy fructífero.
Las memorias de Doris Lessing han vuelto a mi mente porque este sábado, como todos, y por razones, digamos, familiares, compré el periódico El Mundo, y precisamente porque incluye un cuadernillo central, La otra crónica (LOC), que se dedica a asuntos del corazón y la entrepierna. Sí, esa “mierda de LOC”, que dice Letizia de Borbón de pasada en sus desahogos vía móvil con amigos poco recomendables.
La otra crónica incluía, dentro de un artículo que también trata de los amores de Vicente Aleixandre y Carlos Bousoño, el anuncio de la próxima publicación de 150 cartas que Doris Lessing envió en 1944, cuando tenía 25 años, a un joven amigo, y tal vez amante, Leonard Smith, piloto de la RAF que residía temporalmente en Rodesia del Sur, la colonia inglesa a la cual la familia de Doris Lessing se había ido a vivir cuando ella tenía cinco años, buscando en África una vida próspera y atractiva que la pobre Inglaterra de los años veinte no podía ofrecerles.
Consecuente con la línea de LOC, que busca siempre el morbo, el detalle sexual, el chisme y la satisfacción de un lector (o lectora) al que le gusta ver rebajados o escarnecidos a los personajes públicos, para lo cual es preciso hurgar en todo lo que pueda sonar a extraño o sórdido en su vida privada, el periodista ha espigado en las cartas de Lessing. Y buscando lo más “fuerte”, lo único que puede interesar al lector de LOC de una escritora de la talla de Doris Lessing, entresaca la propia definición de la escritora, a sus 25 años, como "egoísta, polígama, amoral, irresponsable, desequilibrada”. Y lo que concluye ella misma: “en absoluto soy un buen miembro de la sociedad (y odio pensar lo que me harían en la Unión Soviética, pero afortunadamente no voy a hacer una lista en este momento)". La carta continúa con una declaración de intenciones. "Quiero un trabajo, disfrutar de mi hijo, escribir, ser feliz y, por supuesto, formar parte del partido, y tener un amante sin todas esas cosas del matrimonio que me desquician. ¿Voy a cumplir todo esto? No lo sé".
Leeré esas cartas en cuanto pueda. Pero en el libro citado, Dentro de mí, Doris Lessing (donde cita varias veces a amigos pilotos de la RAF, aunque no individualiza a Leonard Smith, tal vez porque vivía cuando ella escribió su obra y podía perjudicarle de algún modo), ya dedicó muchas páginas a esa década de los años cuarenta, a sus fallidos matrimonios, a su experiencia ambivalente de la maternidad, a sus amantes, trabajos y escarceos políticos. Y allí explica con gran vigor cómo fueron años esos años de insatisfacción, de confusión, de ensoñaciones poco definidas, y a la vez de búsqueda de un camino personal que la fuera centrando, que la sacara de la esquizofrenia en que vivía. Y es que por una parte era una joven que buscaba la acción, el placer y la felicidad, una joven insumisa a las convenciones y que ambicionaba dedicarse a la literatura, pero por otro lado Lessing vivía instalada en unas relaciones que la ahogaban, en un disgusto íntimo muy profundo con la vida que llevaba, con el país y la familia que la asfixiaban, con la desazón que la acompañaba en todo momento por no atreverse a romper amarras y empezar en otro lugar, con otras personas y, muy importante, con la literatura.
Puede que las cartas ayuden a entender mejor esos años jóvenes y difíciles y contradictorios, que aporten datos y juicios que complementen lo que Lessing contó en sus memorias. Pero eso no le interesa en absoluto a un medio como LOC. El sábado, leyendo la simpleza que publicaron, que reduce una vida a dos frases, pensé: “LOC, ¡quita tus sucias manos de Doris Lessing!”.
Las memorias de Lessing son de una franqueza poco habitual, hasta el punto de que en muchos momentos crean el efecto de una larga conversación, incluso un poco desordenada pero siempre sabrosa, que la escritora hubiera mantenido con amigos en largas veladas llenas de confidencias y reflexiones de largo alcance. Franqueza, en primer lugar, al narrar el fracaso familiar, con un padre enfermo que nunca logró sacar adelante su granja y una madre dominante y culpabilizadora, en perpetua frustración y queja, que siempre alimentó en su hija poderosos sentimientos de dolor, rabia y mala conciencia. En segundo lugar, Doris Lessing escribe con pocos tapujos e indulgencia sobre su vida sentimental y sexual, la de una mujer que afirma sin rubor sus deseos pero acumula bastantes decepciones con sus amantes; están además sus matrimonios sin amor y su malísima adaptación al papel de esposa y madre, hasta el extremo de que a sus dos primeros hijos los dejó muy pronto en manos de la familia de su primer marido, y sólo crió al tercero, al que tuvo con el segundo esposo, Gotfried Lessing, a quien también abandonó cuando ella, sola con el niño, se fue de Rodesia del Sur. En tercer lugar, Doris Lessing dedica muchas páginas en los dos volúmenes a su actividad política, marcada por una adhesión temprana al comunismo que, si bien duró sólo unos diez años, determinó sus reflexiones políticas mucho tiempo después, hasta el punto de que Coetzee, el gran escritor sudafricano, ha escrito que los dos grandes temas de la vida de Lessing fueron la relación con su madre y la continua revisión de los motivos por los que ella, y tantas otras personas, pudieron creer en el comunismo y cerrar los ojos a la barbarie que trajo consigo.
Hay más, mucho más, en las memorias de la escritora, por ejemplo sobre su educación formal e informal, el colonialismo, la escritura y los escritores, o sobre el benéfico papel del sufismo en su vida a partir de los cuarenta años. En todo caso, el lector se asoma a esta revisión vital de Doris Lessing y encuentra material más que suficiente como para engancharse y desatar la reflexión acerca de su propia vida, en un juego de espejos muy fructífero.
Las memorias de Doris Lessing han vuelto a mi mente porque este sábado, como todos, y por razones, digamos, familiares, compré el periódico El Mundo, y precisamente porque incluye un cuadernillo central, La otra crónica (LOC), que se dedica a asuntos del corazón y la entrepierna. Sí, esa “mierda de LOC”, que dice Letizia de Borbón de pasada en sus desahogos vía móvil con amigos poco recomendables.
La otra crónica incluía, dentro de un artículo que también trata de los amores de Vicente Aleixandre y Carlos Bousoño, el anuncio de la próxima publicación de 150 cartas que Doris Lessing envió en 1944, cuando tenía 25 años, a un joven amigo, y tal vez amante, Leonard Smith, piloto de la RAF que residía temporalmente en Rodesia del Sur, la colonia inglesa a la cual la familia de Doris Lessing se había ido a vivir cuando ella tenía cinco años, buscando en África una vida próspera y atractiva que la pobre Inglaterra de los años veinte no podía ofrecerles.
Consecuente con la línea de LOC, que busca siempre el morbo, el detalle sexual, el chisme y la satisfacción de un lector (o lectora) al que le gusta ver rebajados o escarnecidos a los personajes públicos, para lo cual es preciso hurgar en todo lo que pueda sonar a extraño o sórdido en su vida privada, el periodista ha espigado en las cartas de Lessing. Y buscando lo más “fuerte”, lo único que puede interesar al lector de LOC de una escritora de la talla de Doris Lessing, entresaca la propia definición de la escritora, a sus 25 años, como "egoísta, polígama, amoral, irresponsable, desequilibrada”. Y lo que concluye ella misma: “en absoluto soy un buen miembro de la sociedad (y odio pensar lo que me harían en la Unión Soviética, pero afortunadamente no voy a hacer una lista en este momento)". La carta continúa con una declaración de intenciones. "Quiero un trabajo, disfrutar de mi hijo, escribir, ser feliz y, por supuesto, formar parte del partido, y tener un amante sin todas esas cosas del matrimonio que me desquician. ¿Voy a cumplir todo esto? No lo sé".
Leeré esas cartas en cuanto pueda. Pero en el libro citado, Dentro de mí, Doris Lessing (donde cita varias veces a amigos pilotos de la RAF, aunque no individualiza a Leonard Smith, tal vez porque vivía cuando ella escribió su obra y podía perjudicarle de algún modo), ya dedicó muchas páginas a esa década de los años cuarenta, a sus fallidos matrimonios, a su experiencia ambivalente de la maternidad, a sus amantes, trabajos y escarceos políticos. Y allí explica con gran vigor cómo fueron años esos años de insatisfacción, de confusión, de ensoñaciones poco definidas, y a la vez de búsqueda de un camino personal que la fuera centrando, que la sacara de la esquizofrenia en que vivía. Y es que por una parte era una joven que buscaba la acción, el placer y la felicidad, una joven insumisa a las convenciones y que ambicionaba dedicarse a la literatura, pero por otro lado Lessing vivía instalada en unas relaciones que la ahogaban, en un disgusto íntimo muy profundo con la vida que llevaba, con el país y la familia que la asfixiaban, con la desazón que la acompañaba en todo momento por no atreverse a romper amarras y empezar en otro lugar, con otras personas y, muy importante, con la literatura.
Puede que las cartas ayuden a entender mejor esos años jóvenes y difíciles y contradictorios, que aporten datos y juicios que complementen lo que Lessing contó en sus memorias. Pero eso no le interesa en absoluto a un medio como LOC. El sábado, leyendo la simpleza que publicaron, que reduce una vida a dos frases, pensé: “LOC, ¡quita tus sucias manos de Doris Lessing!”.
07 marzo 2016
Rutinas de conservación y necesidades financieras
Una tensión atraviesa El gran museo, la película sobre el Museo de Historia del Arte de Viena. Asistimos, de una parte, a las rutinas asociadas de siempre a un museo, mucho más si se trata de uno con riquísimos fondos de pintura, escultura y artes decorativas de varios siglos. Conservadoras, restauradoras, operarios moviendo y colgando o descolgando cuadros, técnicos absortos ante el ordenador que analizan aspectos de las obras digitalizadas. Guardar, sacar, colgar, embalar y desembalar, sopesar y ensayar distintas secuencias a la hora de exponer las obras, buscar y eliminar con denuedo agentes destructores de estas. Silencio, cuidado, concentración, lentitud.
Pero hoy a los grandes museos públicos no les basta con los presupuestos que las administraciones aportan para sostenerlos. Están forzados a captar más visitantes (que paguen entrada), a buscar fuentes complementarias y privadas de financiación, y toda suerte de ingresos más o menos atípicos por la venta de productos asociados, o por el alquiler de espacios para “eventos”, o por lo que sea. En El gran museo esta preocupación moderna y esencial la encarna un joven, no sé si gerente o responsable de las finanzas y el marketing, obsesionado por el control del gasto y la búsqueda de ingresos. Para ello vigila cualquier detalle que, según él, puede atraer o no a los potenciales visitantes y colaboradores. Desde la tipografía de las mayúsculas de un anuncio, que debe ser “amable”, sin aristas, hasta el uso de la palabra “Imperial” asociado a la colección, que estudios de mercado confirman que posee un gran atractivo para los visitantes. Eso sin contar con la importancia de mantener buenas relaciones con los políticos de turno y de atenderles exquisitamente cuando visitan el museo.
Muy avanzada la película, hay una escena en la cual el director financiero informa a la responsable de las exposiciones temporales de que le ha recortado diez mil euros del presupuesto para una gran muestra. Nadie grita, la contención es la norma. Pero el tono del director y de la mujer, y en especial el rostro de esta, dicen mucho sobre las dos lógicas que conviven con tensión en el gran museo.
Pero hoy a los grandes museos públicos no les basta con los presupuestos que las administraciones aportan para sostenerlos. Están forzados a captar más visitantes (que paguen entrada), a buscar fuentes complementarias y privadas de financiación, y toda suerte de ingresos más o menos atípicos por la venta de productos asociados, o por el alquiler de espacios para “eventos”, o por lo que sea. En El gran museo esta preocupación moderna y esencial la encarna un joven, no sé si gerente o responsable de las finanzas y el marketing, obsesionado por el control del gasto y la búsqueda de ingresos. Para ello vigila cualquier detalle que, según él, puede atraer o no a los potenciales visitantes y colaboradores. Desde la tipografía de las mayúsculas de un anuncio, que debe ser “amable”, sin aristas, hasta el uso de la palabra “Imperial” asociado a la colección, que estudios de mercado confirman que posee un gran atractivo para los visitantes. Eso sin contar con la importancia de mantener buenas relaciones con los políticos de turno y de atenderles exquisitamente cuando visitan el museo.
Muy avanzada la película, hay una escena en la cual el director financiero informa a la responsable de las exposiciones temporales de que le ha recortado diez mil euros del presupuesto para una gran muestra. Nadie grita, la contención es la norma. Pero el tono del director y de la mujer, y en especial el rostro de esta, dicen mucho sobre las dos lógicas que conviven con tensión en el gran museo.
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