13 abril 2016

Una vida y otra, de Cristina Iribarren

A mediados de marzo me fui una tarde a la biblioteca de Noáin. Quería escuchar a dos escritoras de las que he leído en el último año sus primeros libros publicados, Bea Cantero y Cristina Iribarren. Era un martes de buena temperatura y tibia luz que se filtraba generosamente por los amplios ventanales de la estupenda casa de cultura que acoge a la biblioteca. Estábamos casi cien personas, un grupo atento y bien predispuesto. La mayoría, me pareció, conocía de sobra a Bea Cantero, entusiasta bibliotecaria de la localidad, aunque no sé si habían leído su novela, Los niños bomba. Las dos escritoras estaban muy nerviosas, y en alguonos momentos un tanto cohibidas. Pero valió la pena escucharlas, cada una de ellas analizando el libro de la otra. Y animado por lo que allí se dijo, me apetece escribir unas líneas sobre estos dos libros. Voy a comenzar por el de Cristina Iribarren, Una vida y otra (editorial Eunate).

Yo no conocía a la autora cuando, hace un año, una persona a la que aprecio mucho me pidió que acudiera a la presentación de Una vida y otra. Fui al acto con prevención, con el recelo del escaldado. En provincias se publican muchos libros en editoriales modestas que tienen grandes dificultades para lograr buenos lugares en las mesas de novedades o en los escaparates de las librerías. Son volúmenes en los que el escritor debe pagar al menos parte de lo que cuesta la edición. Y luego están los libros autoeditados, aquellos cuya edición ha abonado totalmente el autor, quien además debe publicitarlos y distribuirlos como pueda, por su cuenta y riesgo. Unos días yendo con su coche de librería en librería, otros tratando de que le dejen presentarlo en bibliotecas, bares o donde sea, a ver si hay quien se decida a comprarle un ejemplar. Pero lo peor es que hablamos de novelas o ensayos que el autor ha dado a la luz como le ha apetecido, al no haber existido el filtro de un editor competente. El resultado es que salen a la calle con frecuencia libros de bajísima calidad. Me ha tocado padecer muchos de ellos cuando todavía eran originales en premios literarios, o los he sacado de las bibliotecas, o he llegado a comprarlos, y casi siempre el desaliento ha inundado mi experiencia lectora.

Esa misma tarde, tras la breve presentación, prometedora pese a que Cristina Iribarren defendió el libro a la carrera, comida también entonces por los nervios, leí dos de sus cuentos en el autobús, de vuelta a casa. Y allí mismo, contrariando y disolviendo todos mis miedos y prejuicios, entendí que me encontraba ante una escritora de verdad, alguien que sabe contar con fuerza, emoción y pericia técnica. Un talento hecho y derecho, una autora que no parecía primeriza en absoluto —tal vez, no lo sé, porque tenga detrás muchos textos inéditos—.

Una vida y otra recoge veintiún cuentos de diversos tonos y enfoques, desde los que con cierta simplicidad podemos llamar realistas a aquellos que, aun poseyendo en su arranque una textura realista, incluso costumbrista, se abren a posibilidades fantásticas. Así, hay cuentos en los que irrumpen diversos modos de ruptura de lo real o habitual a partir de una exacerbación del absurdo, lo grotesco, lo siniestro. En algunos relatos esa textura fantástica no es más que el precipitado de obsesiones, fantasmas o delirios que pueblan y devoran a los protagonistas. En otros hay que contar con las premoniciones, o intuiciones, o simplemente con las visiones, que podríamos llamar sobrenaturales, que poseen o sufren personajes que captan en la realidad lo que a la mayoría le está vedado.

El título del libro, Una vida y otra, alberga varios sentidos. La distinción alude en primer lugar a lo que acabo de explicar: que hay una vida “real”, pero también otra en la que se producen hechos o reacciones que escapan a las explicaciones razonables o lógicas.

Pero hay historias en las cuales lo fundamental es la diferencia entre la vida exterior de los personajes, una vida socialmente reglada, “normal”, pacífica, y esa vida interior donde bullen traumas, angustias o rabias de alto voltaje que terminan aflorando con violencia, incluso en forma de suicidio, o con más frecuencia de asesinato o delito ejecutado resuelta o inevitablemente por sujetos hasta entonces tranquilos, apocados o pasivos, o por mujeres que dan salida a un mundo interior insufrible que habría estado colonizando y arruinando en silencio su vida más pública. Un mundo interior insoportable que a veces linda con la locura, o se interna en ella, lo que apunta a otro sentido del título del volumen: el que establece la frontera entre la vida cuerda y la que está devorada por desarreglos mentales, transitorios o no.

El salto a otros modos de percibir y sentir no siempre muestra un tinte tan negro. En la vida otra también se libera una energía desconocida hasta ese momento, pero euforizante. Quien da el salto a otras maneras de vivir descubre en sí mismo una fuerza alegre que le sorprende, aunque su transformación produzca resultados inasumibles bajo los parámetros morales o legales cotidianos. Cristina Iribarren ha imaginado algunos cuentos tenebrosos, de un humor tétrico, en los que vemos cómo en la vida otra se da rienda suelta a capacidades o instintos reprimidos que llevan a una madre a matar a su hijo para prevenir y cortar de raíz unas exigencias o caprichos infantiles que van a ir a más, o a una venerable anciana a descuartizar el cadáver de su marido con calma y método, o a un hombre de orden a descubrir que su desfalco de un desconocido inaugura una ruptura ilusionante en la aburrida existencia que llevaba. Un camino, todo hay que decirlo, de casi imposible vuelta atrás. Quien se adentra en cualquiera de los sentidos que la expresión vida otra adquiere en estos relatos bloquea casi siempre el camino de regreso a su vida anterior, la corriente y moliente.

Todas estas cuestiones, y muchas más que dejo de lado por no alargarme, las plasma la autora en unos relatos casi siempre magníficos, en una sucesión de historias que buscan explícitamente la emoción del lector, incluso su sacudida. Relatos, por cierto, que no pueden encuadrarse en la tendencia dominante de la cuentística moderna, en la contención, en el juego de sobreentendidos, en el pudor y la austeridad expresiva. Tengo la impresión de que hoy en día parece obligado —y esto lo digo también contra mí mismo, contra mis gustos literarios más profundos— que todos los escritores sigan la senda que abrió Chéjov, ese formidable camino que en la narrativa corta norteamericana ha dado tantos autores (y autoras) de extraordinario valor. La línea, por citar algunos nombres, que discurre de Hemingway a Salinger, Carver o Alice Munro, salvando las diferencias entre ellos que haya que salvar. La misma que muchos escritores siguen en otras lenguas, por ejemplo en castellano. Se olvida así que hay otras tradiciones, que Poe, o Maupassant, o Henry James, o Borges, o Rulfo, y tantos otros grandes, escribieron cuentos de otra manera, con otra estructura y libertades o barroquismos, en líneas de desarrollo que son tan válidas como la citada.

Y es que, simplificando al máximo, hay que recordar que Poe no era minimalista en sus inaugurales relatos, que hay modos de contar y conmocionar al lector mucho más “calientes”, a primera y a segunda vista. Modos que no lo fían todo a la sugerencia, a lo inexpresado, a la contención extrema, sino al poder de la narración, del lenguaje y la emoción. Cristina Iribarren, si quiere, sabe dejar muchos cabos sueltos (véase por ejemplo el relato En la carretera), sabe oscilar muy bien entre lo dicho y lo no dicho, claro que sí. Pero en la mayoría de sus cuentos, sean fantásticos o realistas, no se abandona a la levedad y el minimalismo en el contar. Al contrario. Con un lenguaje rico, preciso, lleno de recursos de toda clase, de metáforas e imágenes potentes, sus relatos tienen un tono vehemente, intenso, inflamado cuando aborda dolores íntimos y violentas explosiones. Un tono lingüístico que se corresponde con el catálogo de tremendas heridas que se quiere tapar en la vida “normal” pero acaban empujando a quienes las padecen a la vida otra. Espigando entre las historias, veremos que comparece, sin ir más lejos, la pavorosa soledad de una profesora humillada, o la obsesión de una mujer que se avergüenza de su asco a la maternidad, o la relación enfermiza y ambivalente de un marido atado a su alcohólica mujer. Y hay también, en un grado más alto en la escala del horror, relatos de niñas que sufren abusos sexuales o incluso la muerte, a partir de lo cual el mal acaba desencadenando nuevas devastaciones.

Entre los veintiún relatos del libro, es lógico que no todos me hayan gustado o interesado por igual. Pero sí me importa resaltar que en todos encuentro la solvencia y capacidad de impacto que hacen a este libro sobresaliente. Espero que la autora siga escribiendo y publicando, porque Una vida y otra es una carta de presentación poderosa e incitante que ojalá tenga muchos lectores. Y, en fin, ojalá que si Cristina Iribarren continúa publicando, lo que quisiera dar por hecho, podamos charlar sus admiradores con ella en encuentros en los que ya no le ganen la partida los nervios.

04 abril 2016

Los relatos de Juliet, de Alice Munro

El otro día leí que la última película de Pedro Almodóvar, Julieta, que se estrena este viernes 8 de abril, se apoya en tres relatos de Alice Munro, Destino, Pronto y Silencio, incluidos en su libro Escapada. A estas alturas sigo poco el cine de Almodóvar, pero leer la noticia bastó para llevarme de nuevo, como arrebatado, a la relectura lenta y gozosa de esos cuentos, y ya de paso de casi todos los del libro. Los recordaba bien, o al menos eso pensaba, pero volver a ellos me ha permitido fijarme en detalles que se me escaparon en lecturas anteriores. Y sobre todo he vuelto a admirar la manera de contar de Munro, ese modo pudoroso y en ocasiones lleno de misterio que es marca de la casa.

Alice Munro es fácil de leer, seguir sus historias no ofrece de entrada dificultad. Pero siempre hay en ellas vacíos, oquedades, incluso momentos o frases de oscuro sentido que reclaman el esfuerzo del lector para entender las situaciones en toda su magnitud. La escritora las despliega y los lectores (y lectoras, claro) deben completar el cuadro de las emociones, deducir cuáles son las corrientes que se establecen entre los personajes. En ningún momento, y ya planteada la situación, la subraya Alice Munro con explicaciones innecesarias. Será el lector, en todo caso, el que, si quiere, sacará del cuadro descrito las consecuencias.

La contención, la preocupación obsesiva por no caer en la obviedad o la redundancia, o en el énfasis y el dramatismo, esa forma de narrar que deja espacio al silencio y a la indeterminación, es característica de su estilo. Y son relatos, quiero subrayarlo, de mujer, en los que encuentro una marca de escritura femenina muy poderosa, historias con un un tono, un pudor y contención, incluso unas elecciones lingüísticas, que conforman, me parece, esa impronta. Lo más alejado, por decirlo pronto, y en un contraste que admito demasiado simple, de la escritura bronca, violenta, deslenguada, procaz, brutal de tantos autores contemporáneos.

Canadá no es en la obra de Alice Munro ni el país rico, muy desarrollado y democrático que ha cristalizado en nuestra imaginación contemporánea, ni el país de las grandes ciudades como Montreal o Toronto; pero tampoco el país de inmensos y casi deshabitados espacios abiertos de las tierras del norte. Alice Munro ubica sus cuentos normalmente en el ámbito semirrural de ciertas regiones de su gran provincia, Ontario, un ámbito en el que todavía en los años cincuenta o sesenta, tiempos en los que transcurren muchos de ellos, se trabajaba duramente para sobrevivir y la falta de lujos, la austeridad y la pobreza iban acompañadas de una intensa vivencia religiosa y un férreo conservadurismo en las costumbres.

En ese marco, sin embargo, los personajes de estos tres cuentos no son exactamente representativos. Juliet, la protagonista de los tres, es hija de un buen docente, liberal y renovador, y representa otros valores, otra manera de vivir, caracterizada por su pasión por la cultura clásica, una mente muy abierta y el desdén por la religión y el matrimonio. Pero no es fácil vivir contra la corriente sin sufrir daños, y a Juliet, irónicamente, el golpe mayor de su vida, la reacción más cruda contra sus ideas y su modo de vida la golpeará desde el lugar sentimental que más puede descolocarla, de donde menos se lo esperaba.

Los tres relatos nos hablan de Juliet en distintos momentos de su vida. En Destino, el primero de ellos, es una joven bella, estudiosa brillante de la cultura clásica griega y latina, pero también insegura, torpe y de interior tumultuoso. Impactada por un suceso trágico del que se cree causante, conoce en un tren, en ese estado de fragilidad emocional, a un hombre con quien compartirá unas horas de abandono, confidencias e intimidad que le darán la energía precisa para decidirse a dar un volantazo a su vida. Hay en ella entonces, en esa juventud de una mujer atractiva y titubeante, la valentía y el punto de inconsciencia que se necesitan para irrumpir en una situación consolidada y voltearla, aunque se dañe a otras personas.

En el segundo relato, Pronto, el más perfecto y sutil de los tres, Juliet ya tiene veinticinco años. Visita a sus padres, tras mucho tiempo sin verlos, y encuentra una situación compleja y doliente que no comprende en todos sus extremos, un cúmulo de conflictos de cada miembro de su familia ante el que reacciona con un injusto despego. Y es que Juliet es entonces una madre joven y una enamorada ferviente de su pareja, muy encerrada en su propia situación e incapaz de la apertura, la compasión y el amor que la situación de sus padres requiere. Y hay ocasiones en la vida en que pronto va a ser demasiado tarde, como no tardará en comprobar al final de este mismo relato.

Por último, Silencio, que arranca cuando Juliet ya camina mediando por la cuarentena y hace siete años que perdió al amor de su vida, es un cuento que abarca muchos años, en los que vemos cómo la protagonista pagará un precio muy oneroso por haber sido como decidió ser (y lo digo con cierta oscuridad porque no quiero estropear la lectura a quienes no conozcan la historia). No es que Alice Munro juzgue moralmente a su protagonista; es sólo que Juliet sufrirá un manotazo del destino que pesará sobre ella el resto de su existencia y que, de algún modo (¿o no?, caben muchas explicaciones), ha llegado por las ideas y relaciones que eligió anteriormente. Eso al menos tenderá a pensar ella. Lo más duro del castigo será el silencio, la ausencia de explicación para lo que acontece, ese silencio enigmático que dejará tantos elementos de su vida en el aire, sin un reposo en forma de respuesta que calme su incertidumbre.

¿Hay una cadena del dolor en la vida, es inevitable que comencemos causándolo y que luego lo recibamos de quienes nos suceden? ¿Es inevitable que seamos injustos por torpeza e inmadurez, y que después paguemos un precio más o menos elevado? ¿Hasta qué punto unas ideas, por razonadas y justas que nos parezcan, no acaban produciendo en quienes vienen tras nosotros el rechazo, el efecto contrario al previsto? Estas y otras preguntas quedan flotando cuando leemos la historia de Juliet y nos embarga, particularmente en el último relato, la desazón por la manera en que debe convivir con el silencio y el dolor de la separación nunca resuelta.

Eso sí: la vida desafía cualquier esquema cerrado de causas y efectos, es siempre más abierta e indeterminada. Y Juliet, por desconcertada y sola que se haya quedado, sigue viviendo, buscando, cambiando de casa y de ciudad y de trabajo, enamorándose y desenamorándose, leyendo mucho y disfrutando con ello. Podemos estar heridos interiormente, parece decirnos esta historia, pero seguimos adelante y sólo la muerte liquidará nuestra pelea.

Por lo que he leído, a Pedro Almodóvar le impactó especialmente este último relato, Silencio. No me sorprende. Sin ser el mejor, perturba al lector y lo inunda del desasosiego que causa la falta de explicaciones. Y la manera en que la historia avanza, el paso de los años que van convirtiendo simplemente a Juliet en una mujer mayor y solitaria que se aleja y difumina en el horizonte de su existencia, deja en nosotros sequedad e insatisfacción.

Pero al mismo tiempo hemos aprendido algo muy valioso. En otro relato espléndido de Alice Munro, Los muebles de la familia, autobiográfico e incluido en su libro Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, dice la escritora que el trabajo que quería hacer cuando en su juventud pugnaba por escribir era “más parecido a asir algo en el aire que a construir historias”. Atrapar algo en el aire, agarrar y mostrar el núcleo escondido y esencial de una experiencia, esos sentimientos que nos dominan y llevamos bien escondidos, lo que queremos hacer frente a lo que en verdad hacemos, a veces zarandeados por el azar. El significado de una vida… En esas cosas pienso mientras sigo dando vueltas a estos cuentos inagotables.